La prolífica escritora, crítica literaria, investigadora y colaboradora de este periódico Rosa Planas. | Jaume Morey

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Dice Rosa Planas (Palma, 1957) que «la ciudad es como la segunda piel que cubre nuestras venas, nuestros nervios y permite que corra la sangre de la imaginación». Por ello, la prolífica escritora, colaboradora de este periódico, ha dedicado su nuevo libro a Ciutat. En Palma. Entre la calma i el vent (J. J. de Olañeta), la autora recorre la Palma actual y del pasado, perfilando así también la del futuro, a través de sus vivencias personales. Lo presentará este jueves día 20, a las 19.30 horas, en Ca n’Alcover. El acto, presentado por Pilar Arnau, contará con las intervenciones de Climent Picornell y Àngels Fermoselle (prologuista del volumen).

Su nuevo libro es una reivindicación de la importancia de la ciudad en un momento en el que parece que se está convirtiendo, para muchos, en un decorado...
—La ciudad es como un ser vivo que está en relación con nosotros mismos: lo que sucede en ella te afecta a ti y viceversa. Es una simbiosis, aunque es algo que no se tiene en cuenta a la hora de elaborar planes urbanísticos. Me molesta mucho el ruido que hay en Palma, una ciudad espantosamente ruidosa y desagradable, cuando antes no era así. Hace unos años, una podía pasear tranquilamente por Palma, con calma, y ahora todo es viento, por decirlo de una manera suave, porque más que viento es ruido.

«La libertad es derribar la muralla», asegura cuando recuerda Ciutat rodeada de unas murallas que fueron «el sello de Palma».
—Una muralla no es solo una realización de ingeniería y de defensa, también es una realización mental, de aislamiento y protección; como cuando una madre lleva dentro a su hijo. La muralla es el útero interior y el hecho de destruirla de manera arbitraria argumentando supuestos científicos como la higiene o de que así sería una ciudad más cómoda no tiene ningún sentido. Además, justo cuando terminó de construirse esa muralla eterna que tanto costó, la derriban a finales del XX y principios del XX. Fue la primera gran bofetada que recibieron los residentes, que vieron cómo la Porta de Santa Margalida, que no molestaba a nadie y que fue por donde entró Jaume I, que aguantó siglos y acabó siendo declarada monumento nacional, la tiraron abajo una noche por influencia de una serie de personalidades de la época como Weyler y el ayuntamiento de turno. El progreso era el eslogan de la época: se llevó a cabo la destrucción masiva de todo lo que fuera del pasado. Y así, de las murallas de piedras pasamos a la de los coches. Tenemos las Avingudes que son pistas llenas de ruido, todo un Scalextric.

Y eso que las murallas podrían haber sido un reclamo turístico...
—Absolutamente. Tendríamos otro tipo de turismo, más culto que el que tenemos ahora. Fue una pérdida en todos los sentidos. El libro, de hecho, empieza así: comenzamos con las murallas y terminamos con el Círculo mallorquín, que es un símbolo de lo que se perdió con el derribo de Sant Domingo, que era una joya del gótico mundial que se demolió bárbaramente sin consideración. En cambio, se construyó el Círculo que está muy bien, pero que también era un lugar para los privilegiados. Por paradojas de la historia y de la vida, se ha convertido en la sede del Parlament balear. Es una paradoja irónica de nuestra historia palmesana.

¿Ser ciudadana de Palma implica tener que asistir a la continua extinción de patrimonio?
—Es así y un síntoma de la modernidad es la destrucción de edificios antiguos para sustituirlos por otros. Ha pasado en otros sitios, como Barcelona, por ejemplo. ¿Por qué? Siempre son razones económicas, porque es más barato derribar que cuidar y mantener.

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¿Cree que esa destrucción también sucede en la Part Forana?
—No quiero decir la sonadísima palabra de paraíso, pero Mallorca tenía una personalidad y un carácter arquitectónico e incluso una sociedad diferenciadora. No digo que fuéramos perfectos, pero los mallorquines éramos hospitalarios, amables, discretos, prudentes... Todo esto se ha esfumado como una ola destructora, por la invasión de población que no es autóctona y no siempre ha respetado las condiciones.

Pero el problema no viene enteramente de fuera...
—Claro, no depende tampoco de un solo factor. Robert Graves ya lo empezó a decir en su momento. Fue un proceso lento pero que se ha acelerado muchísimo, tanto que sectores económicos ya lo reconocen: la vaca está a punto de explotar y, cuando ya no dé leche, no habrá para nadie, tampoco para ellos. En todo caso, solamente se limitan a hablar y eso es fácil.

Otro episodio de tristeza patrimonial que relata es el de las Claus del Regne.
—Por desgracia todavía hay una parte de la sociedad que se posiciona siempre en contra de lo que representa nuestra identidad, siente rechazo. Por ejemplo, ¡muchos no saben que las Germanies fueron uno de los primeros alzamientos de Europa! Mallorca debería estar muy orgullosa de que el pueblo se alzara para reivindicar derechos sociales. Es un hecho que no a todo el mundo le gusta y nos han privado de unas Claus que, falsas o auténticas, hubiera estado muy bien que el Ajuntament de Palma albergara. Son una joya y, encima, las vendían a un precio muy asequible. Llorenç Carrió, que es el regidor héroe que aparece en el libro, hizo todo lo posible para que se quedaran en casa, pero no tuvo el apoyo necesario.

El libro se lee como una carta de amor, pero también de odio, hacia Palma.
—No solamente es un libro de reivindicaciones, ni tampoco de nostalgia. Plantea, de manera literaria, ciertas preocupaciones que afectan a los mallorquines y a los ciudadanos. Es lo que se diría un libro de autor. Y solo lo podría haber escrito yo, porque es mi experiencia, mi diagnóstico y, en definitiva, mi manera de hacer literatura. Además, también hay mucho humor, aunque sea negro a veces también es tierno.

En todo caso, debe vivir todos esos cambios, muchos para peor, con una profunda tristeza, ¿no es así?
—Es como si me hubieran arrebatado un trozo de alma. Los turistas vienen buscando determinadas cosas, pero si solamente encuentra masificación, la incomodidad de carreteras colapsadas, playas en las que ni te pudes sentar... Yo seguro que no iría a un sitio así.

En una de las páginas declara que «Palma es prostituta de día y santa de noche». ¿A qué se refiere?
—A que de día todo está a la venta, todo es un negocio al por mayor y, por la noche, es una ciudad que se recoge dentro de la monotonía silenciosa, dentro de sus prejuicios y beatería que no quiere decir de la Iglesia, porque hay de otro tipo. Palma es así: de día todo se vende y, al caer la noche, está esa falsa santidad de vivir una velada pacífica, silenciosa, muy conservadora. En Palma somos muy santitos, también en Mallorca en general.