La escritora Antònia Vicens posa en su casa de El Terreno. | Pilar Pellicer

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Elisenda, Coloma, Maria, Jordi, Llúcia, Claudi, Piero... son algunos de los personajes que pueblan la nueva novela de Antònia Vicens (Santanyí, 1941) que este mismo jueves llega a las librerías bajo el título de Crideu la mort errant, digueu-me on va (La Magrana). «Hacía mucho tiempo que venían a visitarme, pero estaban encerrados en un cajón. No es que ahora haya acabado la novela, sino que los he liberado, especialmente gracias al editor, Joan Rimbau», reconoce la escritora, que tras presentarla en Barcelona, hará lo propio este viernes a las 19.00 horas en Rata Corner (Palma), acompañada por Sebastià Perelló y Cati Moyà.

Desde la reedición de Ànima de gos, publicada originalmente por Moll en 2011 y recuperada por Adia en 2019, no llegaba a las librerías una novela de la ganadora del Premi d’Honor de les Lletres Catalanes, lo que ha contribuido todavía más a alentar la expectación entre los lectores. Sin embargo, durante este lapso de tiempo sí apareció el poemario Pare què fem amb la mare morta (LaBreu, 2020). «No puedo escribir poesía y narrativa a la vez porque me obsesiono y me concentro en encontrar la imagen más precisa y captar el matiz, así que no puedo hacer dos textos al mismo tiempo», justifica la autora.

«Ahora se dice que poesía y narrativa es lo mismo, pero yo no lo vivo así. La poesía se me aparece, como cuando miras al cielo y ves nubes de diferentes formas que continuamente se hacen y deshacen. En cambio, los personajes de una novela vienen a visitarme y me puedo tomar un café con ellos tranquilamente en el sofá, podemos hablar de sueños, de sus fracasos, y puedo verlos crecer en un sentido espiritual», compara.

En todo caso, Vicens avisa que una de las grandes protagonistas de este nuevo título es la memoria. «Llevamos con nosotros heridas que no recordamos y que están ahí; no vemos la memoria, pero la vivimos», sentencia. Por ello, asegura que «he cuidado tanto a una niña de diez años como un hombre que tiene cuarenta; un trozo de tierra o un Simca». «He intentado sacar partido a todo pequeño milagro o alma que nos envuelve, pues no solamente los humanos tenemos memoria, sino que también la tiene la tierra que pisamos, el mar o las calles. Por eso ha sido un proceso muy absorbente en el que he volcado toda la pasión y crudeza posibles».

Violencia

Efectivamente, Crideu la mort errant, digueu-me on va se caracteriza por su crudeza, que incluso roza el relato de terror en algunos pasajes. Como hace Coloma, una mujer senil que despliega fotografías del pasado como quien colecciona cromos o corta una baraja de cartas, en la novela se entremezclan multitud de personalidades, todas ellas atravesadas por heridas y violencias, y, como ocurre con la propia memoria, pasado y presente se conjugan a lo largo de las doscientas páginas del libro.
«La violencia está dentro de las personas. A dos horas de avión tenemos Gaza; en Sineu quieren hacer una macrogranja, lo cual es muy cruel. Ya nos hemos vacunado, pero este tipo de cosas están por todas partes», denuncia. Además, Vicens recuerda que «nací en los años cuarenta del siglo pasado, en mi calle había soldados, todavía continuaba la Segunda Guerra Mundial; la gente estaba desesperada, pero había mucho silencio, mucha gente no sabe los desastres que ocurrían».

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«De niña veía a mujeres encerradas en sus casas mirando por la ventana; la Iglesia no permitía que los que se habían suicidado fueran enterrados como es debido porque eran considerados pecadores... Había mucha locura. Una guerra empieza en cada casa cuando la guerra ha terminado; la guerra es la semilla para crear deformidades», cuenta la escritora, que ha querido rendir un pequeño homenaje a Aurora Picornell en un fragmento de la novela, en la que además combina topónimos reales con otros ficticios.

De todos modos, las heridas que sufren estos personajes no necesariamente provienen de la guerra, porque a la autora le interesa ahondar en las penas más profundas de cada uno, abriéndoles en canal y dejando supurar todo el dolor que aguardan en su interior. Como ella misma admite, los ha tratado con «mucho amor, pero ni pizca de piedad».

Ya cuando era niña, recuerda, ningún capellán quería confesarla. «Tenía claro que había pecado, pero quería saber por qué había tanto dolor en el mundo, pero como no me sabía responder me mandaba a otro capellán y así sucesivamente. Ni teológicamente saben explicarnos el porqué. ¿Cómo podemos curar todas esas heridas? No hay ningún psiquiatra en el mundo capaz de hacerlo, te pueden recetar pastillas, pero no han llegado más allá. ¿Dónde empieza todo?», cuestiona. «La infancia es algo muy fuerte, no la abandona nadie, aunque creamos que sí», manifiesta. «Por eso he querido crear unos personajes auténticos, hechos desde el amor, pero no desde la comprensión», razona.

Para reflejar todas esas complejidades, la autora se sirve de la riqueza léxica de la lengua catalana propia de Mallorca. «El catalán es tan rico que siempre hay una palabra adecuada para expresar lo que quieres decir y está registrada en el Alcover Moll. No tengo el don de crear palabras, es que están ahí. Con los años vamos perdiendo las palabras auténticas, pero no he sacado ninguna del congelador ni he ido a ningún vivero, todas ellas son cotidianas y frescas», insiste.

Con todo, a pesar del tono lúgubre de la novela, Vicens puntualiza que esta en realidad rezuma «tenebrosidad, luz y belleza». Una tríada que, celebra, queda perfectamente ilustrada en la portada del libro: una fotografía de maniquíes rotos. «Antes de estar rotos, esos maniquíes estaban colocados en una tienda o una boutique y sobre ellos se posaban tantísimas miradas de quienes soñaban con llevar ese mismo vestido y que, sin embargo, nunca podrían tener y, por tanto, también representan esos sueños rotos».