Elisenda Julibert, autora del ensayo 'Hombres fatales', este viernes en el Estudi General Lul·lià. | Jaume Morey

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La filósofa y traductora Elisenda Julibert (Barcelona, 1974) tuvo una revelación hace unos años que le cambió su manera de ver el mundo. Fue a raíz del cuadro Susana y los viejos realizado por Artemisia Gentileschi en 1610, cuando tenía 17 años. La pintora italiana, cuenta Julibert, «elaboró en ese cuadro un motivo bíblico del que se hicieron muchísimas versiones en la pintura renacentista y barroca, pero ella lo trató de un modo completamente distinto, hasta el punto de que el espectador compadecía a Susana en vez de identificarse con los viejos», que están a punto de violarla, «que es exactamente lo que relata la Biblia en el Libro de Daniel». «Extrañamente, la tradición pictórica siempre omitía ese detalle y representaba a Susana como una ninfa o una diosa dándose un baño, es decir, como un mero pretexto o como un objeto, jamás como un personaje», denuncia Julibert en su libro más reciente: Hombres fatales. Metamorfosis del deseo masculino en la literatura y el cine (Acantilado, 2022). Sobre él ha charlado este viernes por la tarde en el Estudi General Lul·lià con Aldana Areco (Llibreria Pròpia), en el penúltimo encuentro del ciclo Ulls de dona.

¿Cree que puede haber un ‘despertar de la mirada’ o seguimos todos dormidos?
Creo que mantener la mirada atenta, despierta ha sido y sigue siendo un ingrediente decisivo para poder hablar de una cultura viva, dinámica. Hay períodos de la historia donde imperan cánones o miradas hegemónicas, y otros períodos donde entran en crisis, son discutidas por sectores de la sociedad que se consideran desfavorecidos por la representación del mundo imperante y tratan de modificarla. Y sin duda en lo relativo a la desigualdad en razón del sexo, la procedencia o el color de piel, las concepciones occidentales afianzadas durante siglos se están resquebrajando, por suerte. Puede que haya muchas personas «dormidas», que no quieren volver a pensar ciertas cosas, sobre todo porque hacerlo supone tener que admitir que gozan de ciertos privilegios a los que un cambio de concepción les obligaría a renunciar, y nadie renuncia a sus privilegios de buen grado, a juzgar por lo que la historia nos ha ido revelando… No obstante, todos necesitamos una determinada representación del mundo, somos un animal enfermo de sentido, necesitamos ordenar el mundo, darle un significado, para poder vivir y actuar en él, de modo que siempre existe el peligro de que una determinada representación o mirada (un mito) se imponga y se anquilose, impidiendo que otras representaciones sean posibles.

¿Cómo podemos despertarnos?
La única manera de evitarlo es conseguir que contribuyan a la representación del mundo personas muy diversas, para que siempre estemos obligados a revisar nuestra propia manera de mirar y nuestra representación del mundo se enriquezca.

Más que en el concepto de ‘mujer fatal’, propone ahondar en aquellos que han perpetrado ese concepto. ¿Qué sucede a los hombres para que recurran a ese papel de víctimas de una ‘femme fatale’?
Creo que es relativamente comprensible que la experiencia del desamor se elabore como una fatalidad, porque eso ofrece cierto consuelo al enamorado: los amores no correspondidos suelen ser dolorosos, para hombres y para mujeres. Lo curioso de la existencia de la femme fatale en la literatura es que atestigua hasta qué punto a las mujeres no les estaba permitido rechazar a un enamorado. Puesto que la literatura la escribían los hombres, no es extraño que una buena parte de relatos de amores correspondidos muestren la idealización de la amada: no hace falta que todas las virtudes que se le atribuyen sean ciertas, el interés del relato amoroso es precisamente su subjetividad, nos descubre cómo siente quien se enamora. Pero en cambio, cuando se trata de relatos de desamor en los que aparece una pérfida que se empeña en atormentar al pobre enamorado se da por hecho que el relato es objetivo: en esos relatos, supuestamente, un hombre alerta a otros de que en el mundo existen criaturas peligrosísimas, mujeres horribles, ¡que no están dispuestas a corresponderles!

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Es la perpetración de las mujeres como objetos, culpables...
Durante siglos los hombres han escrito profusamente sobre las mujeres y las han convertido en uno de los objetos de deseo más privilegiados, pero también en una de las mayores lacras. Tanto en Carmen de Mérimée, como en Vértigo de Hitchcock, en Ese oscuro objeto del deseo de Buñuel o en Lolita de Nabokov, los protagonistas cometen auténticas atrocidades con sus amantes en nombre del amor, y cuentan su historia en primera persona para convencerse y convencer al mundo de que a pesar de parecer culpables de sus crímenes, son inocentes. Si me permite, le citaré un pasaje de Una habitación propia, de Woolf, que responde bien a su pregunta: «Era extraño pensar que todas las grandes mujeres de la ficción habían estado, hasta la época de Jane Austen, no sólo vistas por el otro sexo, sino vistas únicamente en relación con el otro sexo. Y qué parte tan pequeña de la vida de una mujer representa eso; y qué poco puede saber un hombre incluso sobre ese tema cuando observa el fenómeno a través de las gafas negras o rosadas que el sexo le pone en la nariz. De ahí, tal vez, la peculiar naturaleza de la mujer en la ficción: los apabullantes extremos de su belleza y su fealdad; sus alteraciones entre la bondad celestial y la depravación infernal: pues así la vería un amante según su amor se enalteciera o se hundiese, fuera próspero o desdichado». Durante siglos los hombres han escrito profusamente sobre las mujeres y las han convertido en uno de los objetos de deseo más privilegiados, pero también en una de las mayores lacras. De hecho, los relatos donde aparece una femme fatale son un género específico de la literatura amorosa destinado a mostrar lo peligroso que es defraudar el deseo del enamorado. Tanto en Carmen de Mérimée, como en Vértigo de Hitchcock, en Ese oscuro objeto del deseo de Buñuel o en Lolita de Nabokov, los protagonistas cometen auténticas atrocidades con sus amantes en nombre del amor, y cuentan su historia en primera persona para convencerse y convencer al mundo de que a pesar de parecer culpables de sus crímenes, son inocentes. De modo que presentarse como víctimas es un ardid retórico para salvarse de la condena de la sociedad, pero también es una forma de naturalizar una concepción según la cual la mujer que se niega a satisfacer los deseos del hombre que la escoge es una sádica, cruel, aprovechada, maquiavélica, etcétera… De hecho, el único rasgo que tienen en común todas las femmes fatales es un mismo tipo de enamorado, que fiscaliza cuánto lo desean, si lo desean sólo a él, y cuando teme que no es así se siente atormentado y justificado para aniquilar simbólica o materialmente a su amada. Es lo que tradicionalmente se tipificaba como «crimen pasional».

Es interesante su lectura de Lolita, de ese ‘yo infantil’ empeñado en demonizar las relaciones amorosas cuando no son correspondidas...
El personaje de Humbert es una parodia de todos esos personajes malditos que ha prodigado la literatura occidental y que pretendían ser héroes del amor desdichado. El hecho de que Lolita sea una niña de 9 años cuando Humbert la conoce y se enamora de ella, y de 12 cuando se acuesta con ella, da una idea de lo mistificador y ridículo que es su relato, pone en evidencia que es un mentiroso. Tal vez pudiera resultar creíble que una mujer tuviera todos esos ‘poderes’ que se atribuían a las femmes fatales de la literatura o del cine, pero que una niña de 9 años tenga tanto poder parece bastante más improbable. Es como si Nabokov quisiera señalar lo delirante que es su personaje al recurrir al tradicional argumento del embrujo de amor. Lo curioso del asunto es que pese a todas las pistas del escritor ruso para sugerir que lo trágico de esa historia es que Humbert es incapaz de ver la inmensa distancia que existe entre él y la niña de 9 años (una distancia que hace imposible que entre ellos se dé eso que él quiere pensar como 'amor'), muchísimos lectores se creyeron al pie de la letra el relato de Humbert. Eso indica hasta qué punto la locura de Humbert ha sido durante siglos un lugar común, moneda corriente.

En el caso de Con faldas y a lo loco destaca el poder del disfraz, que permite a los protagonistas verse desde otro lugar. ¿Nos falta empatía como sociedad?
Lo que me pareció muy interesante de la película de Willy Wilder fue que precisamente invitaba a la mitad de la población humana a ponerse en el lugar de la otra mitad: los dos protagonistas, que se ven obligados a hacerse pasar por mujeres, descubren aspectos de la realidad en la que viven que habían podido no ver simplemente porque eran hombres. El disfraz es tradicionalmente algo de lo que se acusa a las mujeres, pero Wilder parece sugerir que a todos nos gusta disfrazarnos: Dafne está encantada con su nueva personalidad. No obstante, también señala que es un juego peligroso, que en un mundo como el nuestro ciertos disfraces pueden ser una trampa: meterse realmente en la piel de una mujer es quedar condenada a decir sí siempre, o a que no se oiga cuando dices no. En cuanto a la capacidad de ponerse en el lugar de los otros, la compasión, diría que siempre ha sido muy necesaria para la civilización y la convivencia, y ahora no lo es menos, claro. Sin duda, en esta como en todas las demás épocas nos falta compasión, a hombres y a mujeres, de lo contrario el mundo iría mucho mejor, nos pondríamos en el lugar de las personas que se ven obligadas a huir de sus países de origen, o de las personas que se ven obligadas a trabajar por un sueldo que a duras penas les permite vivir, etcétera…

En este caso, también llama la atención ese final «amargo» de la famosa frase ‘Nadie es perfecto’, porque, ciertamente, Jerry se queda atrapado en una relación que no desea, representa esa «voz inaudible cuando más necesita hacerse oír». ¿Estamos empezando a hacernos oír, en la vida y en las ficciones?
Eso me parece, sí. Desde hace ya un siglo y medio disponemos de una nutrida literatura en sentido amplio escrita por mujeres que ha permitido atisbar perspectivas del mundo, experiencias, de las que no había registro. Eso ha supuesto un considerable enriquecimiento, creo yo, de nuestra comprensión del mundo. No sólo ha permitido a los hombres entender cómo es el mundo para la otra mitad de la población humana, sino que también nos ha permitido a las mujeres elaborar nuestra experiencia y transformarla. Durante siglos, la imposibilidad de formarse, de escribir y publicar, de elaborar el propio pensamiento y someterlo a discusión, condenó a las mujeres a una especie de infancia intelectual, o en los términos de Sontag al «subdesarrollo psicológico y cultural». Escribir es una forma de elaborar la propia mirada, de distanciarse de las ideas recibidas y los prejuicios, de los clichés, de las soluciones manidas, y no es extraño que para muchas mujeres del siglo XIX la escritura fuera una actividad idónea para realizar la emancipación de la mentalidad de su época: a la voluntad de encontrar ese espacio material y simbólico alude Woolf con la imagen de la «habitación propia». Creo que todos, con independencia de nuestro sexo, somos prisioneros de nuestra época y sus prejuicios, de modo que el ejercicio de distanciamiento para tratar de ver algo cegado siempre es necesario. Pero desde hace un tiempo ese ejercicio puede practicarse con independencia del sexo, y supongo que eso significa que en el futuro las mujeres seremos corresponsables de los mitos que traten de explicar el mundo, y espero que también sigamos siendo capaces de derrocarlos cuando sea necesario. Por el momento, en la medida en que las mujeres han empezado a contribuir de forma significativa a la cultura, existen más representaciones que no están destinadas a satisfacer la mirada ni el deseo masculinos, sino simplemente la curiosidad humana. Creo que la proliferación de esas perspectivas está enriqueciendo y complicando la imagen de la realidad, y haciendo estallar el mito de la mujer.