Tragedia, música, justicia y soledad son los pilares del nuevo libro de relatos de Víctor Gayà (Palma, 1952): La copa buida de Mahler (Lleonard Muntaner). Lo presentará este lunes a las 19.00 horas en Quart Creixent, junto a Jesús Revelles.
La copa buida de Mahler se compone de textos atravesados por la música, como el propio título sugiere, pero sobre todo por lo trágico. ¿Se propuso explorar ese sentido trágico?
—El libro surgió en tiempos de pandemia. No encontraba una línea continua que me permitiera hacer una novela, pero tampoco hallaba la intensidad para que fuera poesía. Al final, cada momento sugiere un formato o un lenguaje. Sobre el sentido trágico, cabe puntualizar que no se trata de la tragedia en un sentido épico, sino de pequeñas tragedias cotidianas; tragedias corrientes, vulgares, aunque no dejan de ser tragedias. En las tragedias está la fatalidad y el error, y esos elementos son precisamente los que unifican todos los relatos, incluso más que la música.
Y, sin embargo, decidió rendir homenaje a Mahler con el título.
—Sí, es un homenaje personal a este compositor del que nunca me canso. De hecho, su nombre sólo aparece en uno de los relatos, como homenaje dentro de este homenaje mío. Eso sí, el libro está lleno de guiños a Mahler. Él sí que era un personaje trágico total. En todo caso, hay que diferenciar entre tragedia y desgracia.
¿Qué diferencia hay?
—Un accidente no es una tragedia, es un desgracia; tiene algo casual implícito, por ejemplo lo que ha sucedido en València. Luego cada uno puede vivir una tragedia.
¿Una tragedia es una desgracia personal?
—En primer lugar hay que tener en cuenta que no hablo de tragedia como género literario. La tragedia de la que hablo es un sentimiento profundo de una persona ante una dificultad a la que ha contribuido de alguna manera. La mayoría de personajes son personas solitarias. Ya hablé de soledad en la novela Cabres [Nova Editorial Moll, 2023], puede que sea una obsesión para mí.
Y hay diferentes tipos de soledades. La más terrible es la soledad no querida.
—Efectivamente. Pero en este caso me interesaba la soledad que hace que una persona pueda acceder a su propia personalidad e individualidad. Es decir, aquí son personas solitarias porque eso me daba la posibilidad de ahondar en este concepto de tragedia. Tengo la sensación de que si hubiera más personajes eso perjudicaría la intensidad de esa profundización. No concibo la tragedia griega, o la de Shakespeare, sin una variedad de personajes que interactúan y que son los que llevan al personaje a esa situación trágica, de error.
¿Es la tragedia inherente al ser humano?
—En parte sí, aunque no se quiere ver así. La sociedad actual es antitrágica: no tiene problemas con temas fuertes, puede tolerar desgracias, pero no asume el sentido trágico, reflexivo ante una contrariedad grave. Hay dos temas que me obsesionan: el clima y la inteligencia artificial. Son situaciones alarmantes, tragedias que, con todo, no vivimos trágicamente como se debería. La cuestión climática no se puede explicar con conceptos como ‘emergencia’ ni ‘crisis’, porque está ahí, ni emerge ni se va a acabar. En cuanto a la IA, creo que es un concepto trágico porque es una herramienta, pero, al mismo tiempo, es una posibilidad de control que estamos cediendo en muchos aspectos importantes, como la intimidad o la creatividad. Es una herramienta que tenemos que controlar, pero que ahora mismo está descontrolada. Es cierto que unos lo viven con temor y otros con alegría pero, en cualquier caso, no con el sentido trágico que debería.
En un relato aborda la injusticia que se encuentra en la propia Justicia, en los «errores judiciales», un tema candente a raíz del caso de Pau Rigo.
—Sí, pero en realidad el tema que plantea es el hombre que juzga al hombre: un igual que juzga a un igual. Es decir, no se trata de que Dios juzgue a nadie, sino un igual. En este sentido, cualquier persona con una gran memoria puede ser juez. Me explico: un juez tiene que pasar una formación, unas oposiciones, pero al final se convierte en juez estudiando duro y ya está.
Otras cuestiones que están muy presentes en los relatos es la fatalidad y esa ambición, seguramente también inherente al ser humano, de querer crear una gran obra, dejándola como legado.
—Sí y, en concreto, aparece en un relato en el que un músico tiene esa ambición, pero no la llega a materializar, aunque consigue liberarse de esa presión cuando sabe que va a morir. Le dicen que es un buen músico de películas, de bandas sonoras, pero no es lo que él busca: él quiere crear algo sublime, huir de estereotipos y de la línea fácil que han seguido los demás compositores. Y no lo consigue, hasta que le llega el sublime momento de la muerte, que es, claro, un elemento trágico.
«Los artistas felices son artistas mediocres», se dice en el relato.
—Es cierto que es una exageración, una caricatura, pero, como toda buena caricatura, tiene un fondo de realidad. Parece casi imposible ser inocente, ser buena persona y ser legal, y ser un líder en tu mundo laboral. En el ámbito artístico todavía es peor. Eso no quiere decir que los grandes artistas no puedan ser honestos, aunque si uno se preocupa mucho por ser decente, no ofender etcétera, es difícil que llegue lejos.
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