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El pasado día 12 de octubre entró en vigor la reforma de la Ley General Tributaria, aprobada por la Ley 34/2015, de 21 de septiembre. Se trata de una reforma prolija con evidentes consecuencias prácticas en las relaciones entre la Administración y los contribuyentes. No obstante, a mi juicio, si algo caracteriza a este cambio legislativo es que nos hallamos ante una reforma concebida por la Administración en beneficio de la propia Administración.

Así lo constaté recientemente en una conferencia a cargo de la Dirección General de Tributos, en la que se abordó, en primera persona, la justificación de la reforma, so pretexto de la necesidad de la Administración de reducir la litigiosidad en el ámbito tributario.

Pues bien, ¿resulta admisible, en un estado social y democrático de derecho, que sea precisamente la Administración quien lidere en solitario una reforma de tanta trascendencia?

¿No goza ya la Administración de suficientes potestades exorbitantes (autotutela ejecutiva -“solve et repete”-, presunción de legalidad, inembargabilidad, etc.) y de una manifiesta posición de privilegio frente al administrado?

Y por ende, ¿no constituye este proceder una lesión evidente del principio de división de poderes inspirado en Montesquieu y consagrado en nuestra Carta Magna?

Entre las numerosas novedades diseñadas “ad hoc” en pro de los intereses de la Administración (ampliación del plazo de las actuaciones inspectoras, delito contra la Hacienda Pública, condena en costas, recuperación de ayudas de Estado, etc.), quisiera destacar la que entiendo afecta de pleno a los pilares fundamentales del ordenamiento tributario:

Imprescriptibilidad: la reforma dispone que no prescribirá el derecho de la Administración a comprobar hechos producidos en ejercicios prescritos, cuando pudieran tener incidencia en ejercicios no prescritos.

Por si esto fuera poco, se establece un plazo especial de prescripción de 10 años del derecho de la Administración a comprobar bases pendientes de compensar.

Me invade la curiosidad: ¿No es del todo hiriente que al contribuyente se le imponga un plazo máximo de 4 años para solicitar devoluciones y que, ahora, la Administración “exija” privilegios adicionales en materia de prescripción?

¿No se está vulnerando de manera palmaria el principio de seguridad jurídica recogido en el artículo 9.3 de la Constitución?
En suma, me temo que la reforma que nos ocupa supone un retroceso en el desarrollo del ordenamiento tributario, un deterioro evidente de la seguridad jurídica y una merma en los derechos y garantías de los contribuyentes.

Sirvan estas líneas para poner de relieve una modesta reflexión sobre el panorama tributario actual y, en ningún caso, para sentar cátedra. Y es que, afortunadamente, todavía podemos traer a colación el viejo proverbio del teólogo alemán Martín Lutero, según el cual “el pensamiento está libre de impuestos”. O por lo menos, hasta la fecha.