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Queridos lectores, algunas semanas atrás, citando al eminente L. Wittgenstein, expuse en este espacio que “la economía en el concepto de filosofía del capital había muerto engullida por la deuda” y “que el sistema de vida en el cual andamos anclados basado en el despilfarro y el consumismo absurdo nos habían precipitado al borde del abismo”. Pero no nos engañemos, los políticos y gobernantes —mediocres y nefastos— no son los únicos culpables de los males que acaecen en la sociedad actual.

Cuando se echa un vistazo alrededor, a menudo aparecen luces y sombras, cuando se efectúa un estudio analítico es costumbre que el paisaje se vista de gris. Llevamos tiempo bañando en oro las carencias de nuestra sociedad gracias al beneplácito del éxito económico de un turismo que aterriza en avalancha. Las estadísticas y los números —el papel lo aguanta todo— nos informan que hay más empleo, que vienen más turistas, que la crisis ya es historia y que todo va de maravilla. Luego rubrican su felicidad presumiendo de logros y proezas con los colegas europeos unidos por una Europa que se nos antoja en vías de desintegración.

La sinceridad es un bien escaso. No queda bien decir las cosas por su nombre y menos ahora; en tiempos de recuperación toca ser optimista.

Ya nadie habla de los comedores sociales, pero siguen llenos. El Banco de Alimentos sigue repartiendo a diestro y siniestro; la que suscribe este artículo da fe de ello puesto que también a veces reparte. Los mayores de cincuenta siguen fuera del circuito laboral, nadie los quiere, a pesar de que dicen que falta gente para cubrir la temporada. Nuestra sanidad sigue siendo lenta. La educación, calamitosa —algunos padres han salido a la calle para oponerse al trilingüismo—, eso solo ocurre aquí. Día tras día vamos descubriendo —en caso de que alguien todavía se resigne a verlo— que todo es una farsa, que nuestra supuesta sociedad de bienestar es una gran estafa. Los gobernantes de antes, de ahora y de siempre nos siguen tomando el pelo con sus discursos falsos y caducos. Poca cosa hay que no esté amañada. Incluso la justicia es en ocasiones corruptible y arbitraria. Muchas leyes son injustas y someten al pueblo. Y la Hacienda Pública está claro que “no somos todos”; concede amnistía a los amigos “chorizos poderosos”, simpatiza con la realeza y da caña a los demás.

También nos hemos enterado que una parte de nuestras fuerzas de seguridad han servido como sicarios del mal a los intereses oscuros de poderes ocultos. ¿Por qué nadie ha dicho nada hasta ahora? ¿Acaso la libertad y la democracia valen tan poco que ya les hemos puesto precio?

La última palabra, queridos lectores, la tienen ustedes. Si esta sociedad que cada vez se nos presenta como más injusta y más infecta es porque nosotros lo permitimos.


Al fin y al cabo cada pueblo recoge lo que siembra.