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Nuestro país adolece de un grave mal que afectará a nuestra capacidad de generar riqueza en un futuro, lo que dificultará la devolución de la increíble deuda pública y privada que hemos generado o el pago de las pensiones, dejando fuera del mercado de trabajo futuro a ingentes capas de la sociedad. Este grave problema se llama educación, formación, capacitación o cultivo de la mente. Enseñamos más o menos los mismos contenidos que hace décadas, con profesionales de la enseñanza cuyas habilidades, motivaciones y forma de evaluar no se diferencian en demasía de sus pasados compañeros.

El conocimiento de una sociedad y su diseminación práctica en la economía suponen la diferencia entre el éxito y el declive de una colectividad. Hacer lo mismo de la misma forma siempre tiene el mismo resultado: repetir el pasado. Un pasado mediocre no augura futuros muy diferentes. Nuestros partidos políticos se han empeñado en diseñar sistemas educativos sin consenso, bajo la dirección de la ideología de turno. Sus votantes se han conformado con un pan duro y un circo trasnochado, en lugar de exigir los mejores actores del mejor teatro educativo.

Casualidad o no, a las grandes empresas, y no solo estoy pensando en los bancos, les viene de perlas tener clientes dóciles, ignorantes y poco reivindicativos. Y si votan como compran, mejor que mejor. Una educación mediocre simula cumplir con los requerimientos de toda democracia, pero genera estados de baja calidad.

Una buena estrategia educativa pasa por adaptar determinados valores a la sociedad en la que va a implementarse: esfuerzo, constancia y capacidad de sacrificio, potenciar la excelencia frente a la mediocridad, estimular la curiosidad y aprender de la diversidad, además de ofrecer una verdadera igualdad de posibilidades a todos los estudiantes.

Aprender supone esforzarse, respetar al maestro y valorar la enseñanza que se recibe, pero también significa poder discrepar, opinar, contradecir y disfrutar del viaje educativo. O sea, sin buenas emociones, no hay aprendizaje útil.

Los valores sirven de guía, pero la diferencia entre el éxito o el fracaso de la educación de un país pasa por su aplicación en la práctica. Los pilares son los profesores, sin duda alguna. Profesionales que deberían tener una formación muy exigente, cribando a los mejores y con verdadera vocación por la docencia. Bien pagados, respetados y valorados dentro y fuera del aula; con herramientas e infraestructuras de última generación, no colegios que se caen a trozos. Expertos que no pueden quedar aislados del sector privado al que enriquecen.

Los contenidos deben conjugar la importancia de las humanidades, la matemática y las ciencias puras, que ofrecen un sustrato fértil para estructurar el pensamiento del alumno, con disciplinas prácticas y aplicadas a los problemas reales del entorno. Conocimientos necesarios para trabajos que aún ni existen. La forma de evaluar es un factor crucial, que puede mejorar o desmerecer lo que el alumno aprende.

Aprovechar valores y formas de trabajo que han funcionado y funcionarán, revolucionando buena parte del caduco y pauperizado sistema educativo español. Nuestro futuro será lo que hoy hagamos con nuestros profesores y alumnos.