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Caminamos hacia el desequilibrio desde hace poco más de un año. En 2017, todas las economías avanzadas estaban creciendo, excepto Inglaterra y la mayoría de emergentes. El comercio global con una economía en auge funcionaba en EEUU. La deflación en China se había superado y la eurozona prosperaba.

El año siguiente aparece un cambio de tendencia. Descensos generalizados de las bolsas al repetirse en el mismo 2018 los síntomas de la desaceleración, mientras los americanos aplicaban una política monetaria más estricta. Aparecen temores con fundamento. La economía mundial tiene un pulso desigual y aunque EEUU mantiene una tendencia positiva, el FMI cree que el crecimiento se desacelerará este año en todas las economías avanzadas y se detectan problemas en las emergentes. Los americanos podrían dejar de tirar cuando su empuje doméstico comience a decaer. Italia no encaja sus presupuestos con las directivas europeas y existen dudas sobre China (estadísticas incluidas).

El valor global de la inversión transfronteriza de las empresas multinacionales se redujo en un 20 por ciento en 2018.

El nuevo mundo funcionará de manera diferente. La desaceleración producirá vínculos más profundos dentro de los bloques regionales. Si se confirma la nueva política de compras de las cadenas de suministro en EEUU, Europa y Asia, habrá una territorialización de los negocios. Se está comprando más cerca de los hogares. En Asia y Europa, la mayor parte del comercio ya es intrarregional, y la proporción ha aumentado desde 2011. A medida que las reglas globales decaen se produce un mosaico de acuerdos regionales y esferas de influencias sobre el comercio y la inversión. La Unión Europea está imponiendo su autoridad en banca, tecnología e inversión. China espera formalizar este año un acuerdo comercial de alcance regional, que evolucionará a medida que sus empresas de tecnología se expandan en Asia.

Hay pocas apuestas. La más apuntalada por sus defensores empieza afirmando que la globalización ha dado paso a una era de lentitud que llamaremos, para simplificar, “globalización lenta”. Esta deriva puede tener varias motivaciones. El coste de mover las mercancías ha dejado de caer. Las empresas multinacionales han constatado que las soluciones de arbitraje han dejado de ser atractivas, que la expansión global tiene límites intrínsecos y extrínsecos, y que los servicios son más difíciles de vender a través de las fronteras.

Hay señales que indican que el ajuste ha comenzado. En la parte que nos afecta deberíamos definir y cifrar nuestros riesgos. Nos equivocaríamos si solo pensáramos en los riesgos habituales: el petróleo, la guerra comercial China vs. EEUU, las condiciones financieras particularmente volátiles, el final de los excedentes chinos, la deuda estadounidense, nuestras propias deudas, en especial la italiana, que pueden ser motivo del enfriamiento de ambas economías, y por último los millones de personas con niveles de vida muy inferiores a las de nuestro mundo occidental y con una motivación para el trabajo muy superior a la nuestra, con aspiración a conseguir una mayor cuota de unos recursos mundiales limitados a costa de los nuestros.

Desde nuestra particular situación nos interesan tres cosas. La primera que Norteamérica y Europa mejoren su mutuo entendimiento. Aunque los sentimientos están desapareciendo, hay una relación resistente. Los flujos comerciales son, de momento, los más importantes. Los valores democráticos compartidos proporcionan estabilidad. La segunda que la guerra comercial entre China y EEUU aterrice en unas relaciones comerciales sin tensiones de ruptura. La tercera que Europa se convierta en una gran potencia económica.