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Tras un periodo de expansión monetaria y fiscal sin precedentes dirigida a evitar el posible inicio de una depresión como la vivida en los años treinta del siglo pasado, nos encontramos en una nueva encrucijada: el posible inicio de un periodo de estanflación.
El término estanflación se utiliza en economía para denominar al fenómeno consistente en un estancamiento económico prolongado con alta inflación (aumento de precios).

Normalmente, la inflación se asocia a un exceso de demanda de bienes y servicios no correspondido por la oferta. El problema de la estanflación está en que los instrumentos tradicionalmente utilizados para frenar los impulsos inflacionarios quedan severamente condicionados si la economía está estancada. Las políticas monetarias y fiscales restrictivas en un contexto económico de bajo o nulo crecimiento pueden ser muy dañinas. Un aumento de tipos de interés o de impuestos para frenar los precios puede acabar generando una recesión y un aumento del desempleo.

Hace unas semanas Keneth Rogoff (coincidiendo con otros autores como Roubini) apuntaba que el aparente rebrote transitorio de inflación registrado en EEUU y en Europa puede ser el inicio de un periodo de estanflación similar al vivido en los años setenta tras el shock del petróleo. Para Rogoff, política y económicamente existen muchos paralelismos entre la actualidad y los años 70: el coste económico y reputacional de la salida de Afganistán con la derrota de Vietnam, el debilitamiento institucional causado por Trump con el Watergate de Nixon, los titubeos políticos de Biden con la inconsistencia de Carter, el actual aumento de los costes por el lado de la oferta derivados del creciente proteccionismo y el recorte de las cadenas de suministros (inshoring) similar al aumento de costes provocado por la subida del precio del petróleo en los 70, o los altísimos déficits públicos provocados por el programa de la “Gran Sociedad” de Johnson a los derivados de los programas de gastos e incentivos fiscales para paliar los efectos de la COVID de Trump y Biden. En ambas épocas la inflación aumentó, pero la necesidad de mantener la actividad económica con bajos intereses y un alto nivel de gasto hipotecó la política monetaria y fiscal retrasando la recuperación. Además de los argumentos anteriores existen otros que parecen respaldar el hecho de que no estemos ante un incremento transitorio de precios y que además podamos entrar en una espiral inflacionista de costes/salarios y precios. El envejecimiento demográfico unido a una creciente resistencia social a la inmigración anuncia una tendencia sostenida al aumento de salarios como ocurre con la polémica del SMI en España. Los compromisos crecientes de descarbonización de la economía actúan de forma similar al petróleo en los 70 encareciendo la energía utilizada por el resto de sectores productivos, tanto por el pago de las primas por emisión (cap and trade) como por la inelasticidad de las fuentes renovables. A estos fenómenos se pueden añadir otros como la desglobalización, el creciente proteccionismo, la reubicación de las cadenas de suministro o la fragmentación de la producción, que encarecen el comercio y el suministro de productos.
Pero la lista es más larga. El cambio climático también genera costes crecientes tanto en sectores como la agricultura y los seguros como por la necesidad de nuevas infraestructuras. Otro elemento que empuja los costes al alza es la creciente sensibilidad medioambiental (economía circular, productos kilómetro cero, materias orgánicas, etc.) que disparan los costes medios de producción y reciclaje. Pero además, están los elementos institucionales. La FED o el BCE aceptan ya que el objetivo de inflación debe ser más amplio abriendo posibilidad de la inacción ante aumentos de precios por encima del 2%.
En conclusión, una nueva era asoma: la estanflación.