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Los Estados Unidos deben concentrarse en debilitar el poder chino y sobreponderar las bases del poder y el orden de los Estados Unidos, al menos para compensar los trabajos emprendidos durante años por China para socavar el dominio geopolítico de Estados Unidos; dando forma a un orden mundial iliberal que sirviera para los intereses de China.
Muchos esperaban que Biden pusiera un poco de orden en el caos dejado por Trump y estableciera reglas para volver a algún tipo de compromiso, endureciendo la política y construyendo un marco estratégico para contrarrestar y controlar el ascenso de China. Por ello, en sus primeros seis meses, su administración calificó de genocidio, para sorpresa de muchos, las atrocidades en Xinjiand, y se reforzó con aliados específicos para imponer más sanciones a los que pretendían convivir cabalgando con la polarización. Mantuvo las prohibiciones de Trump de hacer negocios con Huawei y otras empresas, haciendo de la lucha con China una prioridad en las conversaciones con aliados de todo el mundo, posicionándose como líder de Occidente en una contienda con los autócratas y sus ambiciones para ejercer influencia en el orden global, cuando el Partido Comunista Chino considera que Occidente está en declive y se empieza a reconocer que China está más interesada en el dominio que en la convivencia. Biden puede contrarrestar la influencia de China aumentando la de Estados Unidos lo que le permitiría lidiar con China desde una posición de fuerza. Para ello se aprobó ley de innovación y competencia de los Estados Unidos, destinada a mejorar su competitividad, ya que, salvo un serio revés, la economía de China se convertirá en la más grande del mundo en unos 10 o 12 años. Para Biden estas estrategias requieren redes con socios que se están articulando. Ha estado en contacto con otros gobiernos y resolviendo viejos agravios. Aceptó una suspensión de aranceles con la UE. También ha renunciado a sancionar a la empresa que construye el gaseoducto Nord Stream 2, un favor para Alemania, que será quien reciba la mayor parte de su gas. También acordó un sistema de costos compartidos para su presencia militar en corea del Sur.

Para facilitar el análisis crítico puede ser interesante comentar diferencias con la China de Mao. Es engañoso pretender que Xi Jinping se esté embarcando en una revolución cultural. Es cierto que el PCC es hoy más visible y asertivo que en cualquier otro momento desde la muerte de Mao en 1976. Después de que Xi Jinping se convirtiera en el líder de China en 2012, volvió a enfatizar la autoridad del partido sobre todo desde la maquinaria del estado y el gobierno, fuerzas armadas, poder judicial, universidades y medios de comunicación. Los ricos y famosos están bajo un escrutinio más meticuloso de lo que han conocido durante décadas. La presencia severamente paternal del líder se siente en todos los rincones de la vida. Sin embargo, esto no es un regreso a la revolución cultural. Entre 1966 y 1976 y su círculo intimo desataron tales horrores en China que la violencia se parecía a una guerra civil. Por el contrario, Xi y sus colaboradores son constructores de partido con puño de hierro y simplemente enemigos de los rebeldes. El partido esta atacando a lo que considera los excesos del capitalismo. El objetivo es la estabilidad y conformidad, con toda china marchando al mismo paso hacia la grandeza nacional. La China de hoy es mandona, socialmente conservadora e implacablemente controladora. Su ascenso como gigante autoritario es lo suficientemente perturbador sin necesidad de confundirse con el fanatismo maoísta.