En una brillante exposición el decano del Colegio de Economistas Onofre Martorell señalaba hace dos semanas que el mercantilismo parece estar de vuelta, y así es. El mercantilismo como teoría económica defendía el superávit comercial con el objeto de acumular oro o medios de pago aceptados. Los monarcas de entonces necesitaban dinero para financiar sus guerras o comprar voluntades para asentar su poder. Para conseguir una balanza comercial saneada cabía imponer fuertes aranceles a las importaciones especialmente si eran suntuarias y por el contrario fomentar las exportaciones de bienes de alto valor añadido. De esta forma, se crearon las reales fábricas de tapices, cristal o porcelana al mismo tiempo que se cerraba el acceso a los mercados coloniales a los comerciantes procedentes de otros países. Se fomentaron las compañías privadas de comercio y los establecimientos comerciales a fin de controlar en exclusiva los mercados.
La ideología mercantilista fue sustituida por el «laissez faire, laissez passer» del liberalismo inglés. El dinero «per se» no era riqueza sino el medio para comerciar y como defendían los autores clásicos ingleses desde finales del siglo XVIII y del XIX, lo mejor para todos era que cada país se especializara en lo que mejor supiera hacer y que comerciara.
El liberalismo llega a su máximo punto de expansión con el tratado Cobden-Chevalier a finales del siglo XIX. Es la época del libre comercio de mercancías, de la libre circulación de capitales y personas que lleva a la gran expansión de la revolución industrial y a las grandes migraciones. Pero la «pax británica» se fundamentaba en el liderazgo tecnológico, el dominio de la flota comercial y la reserva de mercados coloniales. Algunos países se dieron cuenta que estas reglas hacían imposible competir con el líder especialmente en las épocas iniciales de la industrialización y empezaron las tensiones y la lucha por mercados que acabaron con la primera guerra mundial y por la falta de liderazgo americano con una segunda guerra mundial de la que surgió con el liderato americano el orden económico actual.
Bretton Woods (1944) garantizó unas reglas comunes bajo instituciones vigilantes (FMI, GATT, OMC, Banco Mundial) que han durado 80 años pero que Estados Unidos acaba de empezar a dinamitar. Europa y los Estados Unidos han reintroducido instrumentos proteccionistas (aranceles, cuotas, normas técnicas, etc.) y subvenciones a empresas vulnerando el espíritu o directamente las reglas de la Organización Mundial del Comercio. Ahora ya no son los tapices, cristales, cerámicas (galeones y armas), sino que son los semiconductores, los coches eléctricos, aviones cuya producción nacional se debe fomentar con subvenciones y proteger de la competencia exterior con altos aranceles para conseguir un país poderoso e independiente como antaño. Donald Trump, no infringe más las reglas que Xi Jinping o en menor medida que las propuestas del plan Draghi para la UE. Nos enfrentamos a un mundo más complejo que recuerda el fin del dominio español o la pax británica. Ser líder permite imponer la ideología y las reglas, pero suele salir caro.