La ciudad de Nueva York despertó ayer conmocionada, paralizada y
con miedo a saber la verdad del número de víctimas tras el salvaje
ataque terrorista suicida lanzado el lunes contra el World Trade
Center. Las calles de Manhattan, habitualmente llenas de
transeúntes, aparecieron casi desiertas, siguiendo las indicaciones
del alcalde, Rudolph Giuliani, quien pidió a los neoyorquinos que
no acudan a la isla a menos que sea completamente necesario. Los
pocos viandantes leían con avidez las informaciones de los
periódicos que llegaban con cuentagotas a la isla, escuchaban los
transistores y veían las televisiones en los escaparates que
repiten, una y otra vez y desde todos los ángulos posibles, las
escalofriantes imágenes de los aviones cuando se estrellan contra
las Torres Gemelas y el posterior hundimiento de estas.
Los servicios básicos, como los trenes de cercanías, las líneas
del metropolitano y los autobuses, han sido restablecidos, al
tiempo que se han creado otros nuevos para la emergencia. Pero no
todos los servicios han sido restablecidos, las líneas de teléfono
y de acceso a Internet continúan restringidas en muchas áreas de la
ciudad y en Manhattan es casi imposible realizar llamadas
internacionales. Los 107 hospitales de la ciudad han recibido
heridos, mientras que largas filas de personas, a veces hasta 800,
esperan para donar sangre, en un gesto de solidaridad que ha sido
alabado por el alcalde.
Enormes grúas han sido trasladadas al sur de la ciudad y a la
zona del atentado para retirar los escombros, cientos de miles de
toneladas de cemento y acero que sepultaron a un número de personas
completamente desconocido. Un médico, que no quiso dar su nombre,
afirmó que los edificios seguían ardiendo, «el polvo está por todas
partes», declaró, explicando que «el combustible de los aviones han
provocado incendios muy difíciles de apagar». Describió la escena
como «irreal e inverosímil. Una torre gemela cayó sobre la West
Side Highway (parte de la autopista de circunvalación de
Manhattan), los coches están aplastados como si fueran latas de
refresco».
El sur de Manhattan es ahora una zona catastrófica, que recuerda
a un bombardeo de la Segunda Guerra Mundial, como apuntó el
alcalde. El silencio sólo se rompe por las sirenas, escasas ya por
que los únicos vehículos que circulan son de la policía, los
bomberos, o el ejército. Todo está cubierto de unos dos centímetros
de un polvo gris semejante al que producen las erupciones
volcánicas. Los edificios siguen ardiendo generando un humo que se
extiende por kilómetros a la redonda, dificultando la respiración y
la visibilidad.
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