La ja expresidenta de Brasil, Dilma Rousseff durante el proceso que ha llevado a su destitución. | Reuters

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«Siento el gusto amargo de la injusticia». Esta frase pronunciada por Dilma Rousseff en su última comparecencia ante el Senado resume su sentimiento de impotencia ante el proceso que acaba de terminar con la destitución de la primera mujer que llegó al poder en la historia de Brasil.

La de Rousseff ha sido la larga crónica de una caída anunciada desde primeros de año, cuando los aliados del Partido de los Trabajadores (PT), encabezados por el entonces vicepresidente, Michel Temer, y el titular de la Cámara Baja, Eduardo Cunha, decidieron dar un golpe de timón y hacerse con la Presidencia.

Cuando Rousseff quiso reaccionar y tejer nuevas alianzas ya era tarde. Había dilapidado el caudal político que logró en las elecciones de 2010 y renovó en 2014 con un aval de 54 millones de votos.

Su perfil, más técnico que político, su falta de liderazgo y un estilo de ejercer el Gobierno que hizo que sus socios se sintieran despreciados se transformaron en obstáculos insalvables en un contexto de crisis económica y descontento popular, según reconocen algunos de sus colaboradores.

En contraste con su «padrino» y mentor, el carismático Luiz Inácio Lula da Silva, Rousseff se condujo a menudo en el poder como una ejecutiva de empresa más que como una dirigente forzada a pactar para conservar el poder.

Conocida como la «dama de hierro brasileña», su carácter fuerte, que para algunos roza la soberbia, se forjó en la década de los 70, tras su experiencia en grupos guerrilleros que combatieron contra la dictadura militar, cuando fue torturada y encarcelada durante tres años.

Después, Dilma Vana Rousseff Linhares, hija de un comunista búlgaro, se apartó de la política hasta los años 90 y se afilió al Partido de los Trabajadores en 2001, invitada por Lula.

Fue ministra de Energía y de Presidencia y el expresidente la impuso como candidata, condujo su campaña y logró convertirla en la primera presidenta de la historia de Brasil, el 1 de enero de 2011.

Mimada inicialmente por los mercados, su criticada falta de carisma y la crisis que empezó a golpear al país fueron minando sus apoyos.

Durante su primer mandato, la economía brasileña inició una línea de caída que se acentuó en los dos últimos años hasta llevar a Brasil a la recesión más grave de las últimas tres décadas.

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El compromiso de Rousseff con el combate a la corrupción, que demostró con la destitución de hasta siete ministros tras estrenarse en el poder, se fue diluyendo y perdió credibilidad cuando se destapó la trama de Petrobras.

Las multitudinarias protestas de junio de 2013 calentaron el clima político y la desgastaron, aunque en 2014 consiguió la reelección.

El sabor dulce de la victoria le duró poco y Rousseff cayó en las trampas del laberinto político brasileño. Su propio vicepresidente se movió entre bastidores para desbancarla aprovechando unas maniobras fiscales en su mandato, habituales en los sucesivos gobiernos del país.

Un Congreso conservador y salpicado por la corrupción terminó de cercarla mientras Rousseff se quedaba cada vez más aislada y el PT perdía los apoyos que le habrían permitido revertir el proceso, especialmente el respaldo popular en las calles.

La presidenta desoyó a quienes le recomendaron impulsar una reforma constitucional para convocar elecciones anticipadas cuando se avecinaba la tormenta y, aunque intentó hacerlo en el último momento, ya era tarde.

Dilma Rousseff se siente víctima de un «golpe» en toda regla y no está dispuesta a bajar la cabeza ante sus «verdugos», aunque ya no tiene futuro político.

Al borde del final del proceso, llegó a reconocer que el desgaste fue mayor que el sufrido durante sus años de cárcel en la dictadura e incluso que el que enfrentó para recuperarse de un cáncer en 2009.

«En ninguna de esas veces sentí tanta dificultad como ahora», dijo.

En las últimas semanas, ha aguantado la presión y el aislamiento con una rígida disciplina. Ha seguido paseando en bicicleta por los alrededores del Palacio de la Alvorada, ha controlado su alimentación -tras una dieta que le permitió bajar más de 15 kilos- y ha evitado los somníferos y los fármacos contra la ansiedad.

Alguno de sus colaboradores reconoce que no era un secreto que Rousseff consideraba el poder como una carga más que como un placer.

Ahora, a los 69 años, podrá, por fin, ocuparse de sus dos nietos -una de sus pasiones- y recuperar su vida en Porto Alegre, donde fijará su residencia.