Meloni ha refrendado su extraordinaria popularidad en la intención de voto en las urnas de este pasado domingo. | Reuters

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«Los italianos no estamos locos, no hemos perdido la cabeza ni un cuarto de la población se ha vuelto de repente fascista» dice Flavio, propietario de un restaurante especializado en pizzas y pasta fresca en Palma a la pregunta de qué le ha pasado últimamente a su país. «Muchos que nunca votaron ni votarían a Meloni la han votado esta vez. Es una forma de protesta, lo hemos probado todo y nada ha servido», comenta con una mezcla de hartazgo y melancolía por ver a Italia en la situación actual en que se halla.

Este punto de vista un tanto visceral es paradigmático de lo que piensan muchos de los votantes en Italia. En 2018 Fratelli d'Italia obtuvo un 4 por ciento de los votos, y los resultados electorales de este pasado domingo han ratificado lo que muchos analistas coincidían en señalar antes de la votación. Que si la formación ultraderechista ha conquistado la condición del partido más votado en los comicios de este pasado domingo, es en gran medida porque ha recogido los frutos de los últimos tiempos convulsos en la siempre convulsa política italiana.

Los Hermanos de Italia de Giorgia Meloni fueron los únicos que se quedaron fuera del gobierno de unidad liderado por el tecnócrata Mario Draghi. De este modo, mientras el resto de siglas se enzarzaban en un juego político de equilibrios imposible de realizarse, ella los criticaba a todos con palabras muy similares a las que pueden escucharse yendo a comprar el pan o en cualquier medio de transporte público del país transalpino. La jugada se fraguó cuando Berlusconi y Salvini, ahora socios de gobierno de Meloni, retiraron su apoyo a Draghi y precipitaron su descalabro. Tras él, la promesa de nuevas políticas y nuevas formas resulta exitosa y creíble para quien planteó de verdad una oposición al fallido gabinete del banquero presidente.

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Se antoja curioso ver como Meloni ha completado con éxito el mismo periplo que intentó Marine Le Pen en Francia, en este caso sin lograr el resultado deseado. Este es el de moverse del extremo de la derecha hacia el centro a medida que se aproximan las elecciones con el único objetivo aparente de convencer a más votantes y sumar más apoyos. En las últimas semanas la principal candidata a formar gobierno en Italia ha modulado mucho sus intervenciones, y las ha vestido de un innegable compromiso atlantista y de franco rechazo a la guerra de Putin en Ucrania. A diferencia de Le Pen, a la candidata italiana sí le han apoyado los votos en la medida que preconizaban las encuestas, y la campaña ha sido plácida por incomparecencia del oponente. ¿Por qué?

Es cierto que Meloni ha roto un techo de cristal y ha arrebatado mucha influencia a sus contrincantes en el rico norte de Italia, un peso que hasta ahora ostentaba la Liga Norte de Matteo Salvini. «El hombre de Putin en la política italiana», como lo llamó recientemente el prestigioso periodista de La Vanguardia Enric Juliana, se encuentra más de capa caída que nunca, y de ello se nutre también el éxito de Meloni. Asimismo, muchos italianos perciben al partido equivalente al PSOE en España como el más urbano, burgués y apesebrado, sin respuestas reales a los retos que inquietan a la mayoría de la población.

Con todo, existe una parte veraz de miedo o cuanto menos reparos ante la llegada al poder de quienes empezaron siendo en su esencia ultras (recordemos el caso del candidato de Meloni a quien la hemeroteca descubrió loas al propio Adolf Hitler), y que ahora aúnan exitosamente el descontento social mayoritario en Italia. Recordemos, no un país cualquiera sino aquel país que en su Constitución instauró que jamás permitiría el regreso del Partido Fascista Republicano de Benito Mussolini, ni el arraigo de su legado. Ese temor fácil de comprender en muchos ámbitos, ante la posible pérdida de derechos y libertades, pasa por el posible cambio constitucional que puede conllevar la nueva mayoría de gobierno, una reforma que se puede abordar con el voto afirmativo de dos tercios de la cámara en un instante político e histórico en el que nadie descarta casi ningún escenario.