No todas las víctimas son iguales ni son tratadas con el mismo respeto o solidaridad. Hay categorías hasta en el sufrimiento. El cerco de Sarajevo fue la perla mediática en las guerras balcánicas. Sufrió un cerco salvaje, pero sus cuitas salían todos los días en las noticias. Otras localidades como Goražde, Zepa o Srebrenica sólo aparecieron en los breves durante tres años. Sarajevo había recuperado la normalidad meses después de firmarse la paz. Las otras tres ciudades necesitaron años para ello o, en realidad, nunca lo consiguieron.
En Ucrania pasa algo parecido. Los crímenes de Bucha, los centenares de ciudadanos asesinados y arrojados a grandes fosas, son conocidos mundialmente. El impacto emocional fue tan terrible que pronto llegó el dinero necesario para la reconstrucción y ayer, en las mismas calles que hace cerca de un año, estaban llenos de restos de blindados rusos destruidos y cadáveres, se trabajaba a destajo para reparar viviendas afectadas por los duros bombardeos.
En una mañana extremadamente calmada coincidiendo con el primer aniversario de la invasión rusa, el sonido más escuchado era el de los martillos golpeando clavos que apuntalaban maderas sobre los tejados de la calle Vokzalna, un infierno para los soldados rusos.
Incluso los vecinos hablaban amablemente con los periodistas, recordaban cómo se habían puesto a cubierto o cómo habían salvado a los familiares discapacitados y algunos, como Sergiy o Vasily, enseñaban videos con los destrozos que se produjeron durante los combates, los incendios de las casas, los rostros de soldados rusos muertos o a los perros comiendo restos humanos.
Una visita al cementerio de Bucha daba una idea de la inmensidad de la tragedia. Miles de tumbas coloridas, rodeadas de flores y banderas ucranianas que ondeaban al viento helador de la mañana, son el resultado de la brutalidad rusa. En el fondo del camposanto yacen en tumbas individuales los cuerpos de centenares de personas encontradas en varias fosas comunes. Más de un centenar son tumbas sin nombre y con el único registro de un número a la espera de que los familiares identifiquen los restos.
Sin duda Bucha y sus habitantes se merecen liderar el capítulo más dramático de la tragedia ucraniana que empezó el año pasado. Pero a cinco kilómetros y catorce minutos de recorrido en automóvil, Irpin, que repelió la embestida rusa y evitó que sus columnas blindadas llegasen a Kiev, sobrevive bajo una gran indiferencia y apenas ha recibido ayuda salvo para reconstruir los puentes destruidos, fundamentales para mantener el tráfico normalizado con la capital.
Un complejo de edificios de diez plantas fue alcanzado por proyectiles incendiarios. Muchos de los apartamentos quedaron completamente calcinados. El artista callejero Banksy, cuya identidad se desconoce, pintó en noviembre de 2022 una de sus siete obras ucranianas en la pared de uno de los edificios: una niña realizando un ejercicio de cinta sobre el agujero que dejó una bomba en una pared y que podría simbolizar la salida del abismo de la guerra.
En la plaza todavía quedaba ayer algún coche inservible convertido en un colador por la metralla de un proyectil y unos columpios agujereados. En una de las esquinas un grupo de personas charlaban ruidosamente y empinaban el codo. Natalia quiso invitar a conocer su apartamento sin soltar una pequeña garrafa de vodka. Como ya habían hecho otros vecinos, la mujer rogaba que se utilizasen las fotografías para denunciar el abandono en que viven. «Queremos reconstruir nuestras casas y normalizar nuestras vida», comentó emocionada
A partir del 27 de febrero de 2022 los combates entre blindados convirtió Irpin en uno de los grandes campos de batalla tras la invasión rusa. Tres días después dos Su-25 rusos bombardearon el casco urbano de la ciudad y dos misiles alcanzaron un edificio del barrio residencial vecino. Acciones bélicas consideradas como crímenes de guerra por las convenciones internacionales, que prohíben los ataques contra la población civil.
Natalia consiguió escapar y refugiarse fuera de Irpin junto a otras miles de personas y no regresó hasta que los soldados rusos se retiraron de la localidad. Del coqueto piso de 74 metros cuadrados, situado en el tercer piso, no quedaba nada. Quedó completamente carbonizado en una fecha posterior al 1 de marzo.
Natalia subió las escaleras y entró en la casa donde vivía con su hermana. En el comedor la pantalla de la televisión se había desintegrado, la vajilla estaba hecha añicos y diseminada por toda la habitación. Las ventanas también habían desaparecido y el frío había convertido el lugar en un congelador. Nadie había venido a evaluar los daños. Ni siquiera sabía si el edificio tendría que ser derribado.
Natalia bajó temblorosa las escaleras. La emoción y el alcohol le impedían andar con normalidad. Se paró varias veces para tomar aire mientras miraba por los pasillos que daban a los apartamentos de sus vecinos también destruidos. En la calle se despidió amablemente. Y se volvió a reunir con los vecinos más deseosos de intoxicarse para superar su ingrato destino.
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