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Han coincidido en el tiempo y coinciden además en su particular naturaleza. Nos referimos a dos crímenes que han sido juzgados estos días. El cometido en Palma por Juan Francisco Blanco, quien apuñaló a su mujer hasta causarle la muerte, el pasado mes de marzo. Y el más sonado a nivel nacional "aunque no por ello más punible" que impresionó a todo el país en diciembre del pasado año, cuando José Parejo prendió fuego a su esposa, Ana Orantes, en la localidad granadina de Cúllar Vega. En un caso "el juzgado en Palma" ya hay una sentencia condenatoria de 17 años, mientras que en el otro, pendiente aún la sentencia, la petición fiscal es idéntica, 17 años. Se trata de penas considerables que indirectamente nos hablan de la sensibilidad social que existe hoy frente a este tipo de delitos. Afortunadamente, han quedado atrás los tiempos en que la violencia doméstica, incluso con resultado de muerte, era considerada como algo más que un asunto interno, disculpable, disfrazado muchas veces por aquella extraña calificación de «arrebato pasional». Hoy, se insiste, y con buen criterio, en el carácter particularmente repugnante de esta suerte de delitos. Desde que en los últimos años, se empezó a hablar seriamente "durante décadas se silenció esa latente violencia dométisca" de esta suerte de crímenes, se dijo que dos grupos de condicionantes debían actuar a fin de lograr resultados satisfactorios. En primer lugar, debía mediar una educación tendente a mostrar estos hechos como impropios de tener como escenario a una sociedad civilizada. Por otra parte, debía producirse un endurecimiento de la actuación de la Justicia en estos supuestos. En un caso, hablamos de un proceso a largo plazo, que aún no podemos evaluar correctamente. Pero en el otro, debemos reconocer que se está empezando a proceder de forma adecuada. La severidad de las penas, reflejo de la inquietud que estos delitos causan en nuestros días, habla a las claras del buen rumbo emprendido al respecto por los tribunales de Justicia.