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La situación del País Vasco es difícil y compleja cuando han transcurrido ya meses desde la declaración de la tregua unilateral por parte de la banda ETA. El bloque nacionalista, en el que se ha integrado Euskal Herritarrok, parece encontrarse en un impasse después de constituir una Asamblea de Municipios nunca reconocida como válida por el Gobierno español y, mucho menos, por el francés, y del polémico Pacto de Lizarra. Tampoco puede decirse que el Ejecutivo de Aznar haya llevado a cabo gestos espectaculares, salvo el traslado a la Península de unos cuantos presos etarras.

Ayer mismo la juez de la Audiencia Nacional ordenaba el registro de la sede de HB en San Sebastián, poco tiempo después de la detención de la cúpula de ETA en Francia y del desmantelamiento del comando Donosti. Tal vez esto pueda ser indicativo de que la actividad terrorista continuó durante la tregua, aunque, eso sí, sin que se registraran atentados mortales.

Lo que sí es patente es que la tensión en Euskadi es permanente y una clara muestra de ello son los actos de la llamada 'violencia callejera', que han tenido una especial virulencia en este pasado fin de semana. Incluso es posible que el registro de San Sebastián la incremente en los próximos días. Pero es evidente que no se puede admitir la intimidación que ésta supone. Las reclamaciones, incluso la de la independencia, deben hacerse desde el diálogo, nunca desde la amenaza. Las imágenes de los enfrentamientos en Euskadi traen a la mente recuerdos no muy gratos de otras épocas en las que la falta de tolerancia abocó a luchas fratricidas.

La esperanza de paz puede romperse. Es por ello preciso que se avance en el camino emprendido. Aunque ello deba hacerse con toda la prudencia, es preciso que todos muevan ficha.