El día primero de mayo fue definido como la Fiesta del Trabajo,
incluso cuando no tenía exactamente nada de festivo y sí de jornada
de lucha contra la opresión de la dictadura, que acababa,
habitualmente, a porrazos, con algunos heridos en centros
asistenciales y muchos detenidos en los calabozos de la
policía.
Eran unos tiempos de radical división. Mientras los
sindicalistas verticales hacían demostraciones de lealtad al
franquismo, los fieles a su condición de trabajadores reivindicaban
sus legítimos derechos asomando la cabeza en manifestaciones no
permitidas, esperando que no se la partieran de un garrotazo.
La democracia llegó tan de improviso y con tanta rapidez, que
aquel sindicalismo fascista cayó como un castillo de naipes porque
los sindicatos históricos y auténticos ya se habían infiltrado para
erigirse en los únicos y legítimos representantes del mundo
laboral, sustituyendo a aquellos colaboracionistas que
desaparecieron instantáneamente como por arte de magia.
Pero el cambio fue demasiado brusco y la fiesta de hoy, hace aún
pocos años, todavía era una jornada de lucha absolutamente fuera de
lugar puesto que los canales de defensa del derecho de los
trabajadores y de su reivindicación ya no están en la calle, salvo
ocasiones excepcionales. Por supuesto que aún hay situaciones
negativas y una normalidad todavía no alcanzada en su plenitud,
pero los sindicalistas realizan su labor sin prohibiciones.
Por eso, la fiesta del Primero de Mayo es, ahora sí, una fiesta.
No es necesario celebrarla como una jornada de lucha con las viejas
banderas y levantado el puño izquierdo cantando la Internacional.
Es respetable que lo haga quien sienta la nostalgia de su fe obrera
y hasta marxista, pero el día de hoy es más una celebración que un
combate.
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