Las elecciones en Taiwan habían vuelto a despertar el fantasma
de la guerra ante la eventual victoria del candidato
independentista, Chen Shui-bian. Pero éste parece amedrentarse y
las iniciales amenazas de Pekín han pasado a convertirse en un
tiempo muerto a la espera de las actuaciones del ganador de los
comicios celebrados en la isla. Los expertos incluso han llegado a
descartar que se produzca en los próximos días movimiento de tropas
en la zona.
De hecho, lo que subyace en las declaraciones del Gobierno de
Pekín y la postura de Taipei es algo más que una disputa meramente
territorial. Es el choque de dos concepciones diferentes del mundo.
La del régimen comunista, por un lado, y, por el otro, la de una
disidencia cada vez más enraizada en el mundo capitalista y con un
funcionamiento democrático.
De hecho, los taiwaneses no rechazan su reintegración en una
China que virara el rumbo y se convirtiera al capitalismo, pero
esto por el momento no deja de ser una mera utopía. Lejos de ello,
el Gobierno de la República Popular se asienta sobre una férrea
burocracia, con un poder militar evidente y con mano de hierro con
quienes disienten del régimen, un régimen totalitario que mostró al
mundo su peor cara cuando los sucesos de Tian Anmen.
En las peores crisis, cuando China ha echado mano de sus barcos
de guerra para una posible invasión de la isla, ahí estuvo también
la Armada norteamericana, convertida una vez más en gendarme del
planeta. En esta ocasión, no se ha llegado a tanto, pero es
evidente que mientras se mantenga la actual situación puede volver
a darse una escalada militar sin precedentes en la zona. El régimen
de Pekín está, obviamente, desfasado, pero son los propios chinos
quienes deben poner fin al despotismo bajo el que viven.
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