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Ayer la ciencia médica y la difícil decisión de tres jueces del Tribunal Supremo británico pusieron fin a la vida de una niña para que su hermana siamesa pudiera tener posibilidades de vivir. La historia ha dado la vuelta al mundo desde el mismo día en que las niñas vinieron al mundo, en una pequeña isla de Malta. Sus padres, que recurrieron a los expertos del Reino Unido en busca de auxilio, se encontraron con una terrible diatriba: morirían ambas en caso de seguir juntas y sólo viviría una en caso de separación. Ante la encrucijada, los progenitores, de fuertes convicciones religiosas, decidieron que la Naturaleza siguiera su curso. Hasta que la justicia británica se hizo eco del caso dictaminando que la operación debía llevarse a cabo para salvaguardar el derecho a la vida de al menos una de las pequeñas. Ayer se llevó a cabo una sesión quirúrgica de quince horas en la que una de las pequeñas, retrasada mental, sin corazón, médula espinal ni pulmones, murió para permitir a su hermana llevar una vida relativamente normal, aunque pasará al menos sus cinco primeros años en un hospital.

Ante un caso tan insólito y difícil, los expertos, incluidos los jueces que han adoptado tan tremenda decisión, echan en falta una legislación clara, que determine qué pautas humanitarias seguir. La postura de los padres, dispuestos a sacrificar a ambas porque Dios así lo quiso, es prácticamente indefendible, pues por lo mismo tendrían que haber rechazado cualquier apoyo médico.

Pero también es difícil de justificar la idea de matar a una niña, contra la voluntad expresa de sus padres, aunque sea para salvar a otra, condenada a una vida dolorosa. Una vez más se constata que la ciencia avanza a pasos mucho más rápidos que la legislación y que la defensa ética de esos logros médicos tan asombrosos.