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Para cuantos vivieron aquella fecha ya histórica resultaba lejano, extraño, casi inimaginable alcanzar el año dos mil. Hace 25 años, cuando todo era en blanco y negro, la mágica fecha se antojaba pura ciencia-ficción. Era difícil imaginar que, veinticinco años después, toda una generación de adultos habría nacido y crecido en la democracia, sabiendo de la represión y la guerra sólo de oídas, como quien conoce el pasado remoto a través de los libros de historia.

Ahora estamos en ese momento, en una efeméride que nos ha llevado a todos a recordar, a revivir, a recuperar una memoria que casi parecía perdida. Los mayores comprueban cómo los mejores años de sus vidas transcurrieron bajo la bota de una dictadura, aderezada además con años de privaciones y miserias, y los jóvenes rememoran una infancia y una adolescencia gris, de exaltación religiosa, de silencio político, de represión sexual.

Nada que ver con lo de hoy, aunque de aquellos cuarenta años de fascismo han quedado muchas huellas, demasiadas quizá, pues la transición política y social, el desarrollismo de las últimas décadas no han logrado arrancar secuelas terribles del franquismo. ETA es una de ellas, la más sangrante. Una organización integrada por jóvenes que sólo conocen la democracia y, en cambio, se aferran a planteamientos propios de los años de lucha contra un dictador que lleva muchos años bajo tierra.

A día de hoy nos gusta dar lecciones de libertad y exportar nuestro modelo de transición a otros países, como Chile, pero lo cierto es que España pasó de puntillas sobre muchos aspectos delicados y los que fueron en su día responsables de graves tropelías salvaron el obstáculo sin ser juzgados ni condenados. Todos estamos de acuerdo en que el perdón general era la opción más práctica. Pero, como ocurrió con la Alemania nazi, no debemos olvidar.