La situación en Oriente Próximo se deteriora por momentos y
nadie parece tener interés en tomar cartas en un asunto que podría
tener gravísimas consecuencias para los países del entorno e,
incluso, del mundo entero. Saltándose a la torera desde siempre
todas y cada una de las resoluciones de la ONU en torno al
conflicto palestino, los israelíes han estado mareando la perdiz
durante años para prolongar en el tiempo una situación que no tiene
salida. Mientras los gobiernos derechistas han bloqueado una y otra
vez los intentos de alcanzar una paz sostenible en la zona, los
progresistas han logrado pequeños acuerdos con los árabes que
tampoco han conseguido que la región deje de ser un polvorín.
Ahora precisamente se vive el peor momento de tensión de los
últimos años, con un Ariel Sharon a la cabeza del Estado de Israel
que lanza proclamas del tipo «los palestinos lo van a pagar muy
caro», poniendo de nuevo de actualidad la vieja política del «ojo
por ojo» que era la ley que regía aquella parte del mundo hace
cuatro mil años.
En verdad pocas cosas han cambiado allí desde entonces, pues hoy
en día distintos pueblos con idéntico origen "judíos y palestinos"
se disputan con la misma ferocidad de antaño un territorio escaso.
La comunidad internacional ha auspiciado uno y otro compromiso para
la paz, pero siempre se quedan en papel mojado por la actitud de
unos y otros, incapaces de renunciar a las aspiraciones que ellos
consideran inquebrantables. La capitalidad de Jerusalén para el
Estado palestino, piedra de toque de las ambiciones árabes, será el
motivo esgrimido de aquí a la eternidad para justificar matanzas,
atentados suicidas sangrientos como el de ayer y una política de
odio y represalias por parte de los dos contendientes. Y todo ante
la pasividad del resto del mundo.
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