Hace cincuenta días el mundo se estremeció de dolor, indignación
y estupefacción. Todo lo que hasta ese momento era seguro y firme
quedó del revés, convirtiéndose en arenas movedizas. Ya nada es
como antes y, con lógica y razón, se pidieron desde todos los
rincones del planeta acciones que permitieran poner fin a esa
amenaza y restaurar una pizca de la confianza que antes
teníamos.
El Gobierno que lidera George Bush tardó en hallar esa respuesta
y cuando lo hizo la mayoría de sus conciudadanos aplaudieron a
rabiar. Había que encontrar a los terroristas aunque se escondieran
en el fin del mundo y había que hacerles pagar el daño inmenso que
asestaron.
Hoy llevamos casi un mes de guerra. Una contienda en la que sólo
unos golpean y los otros reciben. Y no recibe el golpe brutal de la
maquinaria bélica norteamericana el terrorista más buscado del
mundo, ni siquiera sus protectores. Lo sienten y padecen millones
de personas que ya han sufrido dos décadas de dolor, de opresión y
de injusticia. Ancianos, mujeres y niños. Porque los hombres de
Afganistán están ya curtidos en eso de hacer la guerra. Los
primeros ataques, fríos, sobre objetivos estratégicos, calmaron las
escasas críticas que se atrevieron a alzar su voz. Ahora las cosas
son bien distintas. Casi cuatro semanas de matanzas han conseguido
que las dudas se apoderen de todos. Ya nadie está seguro de si Bin
Laden realmente está allí, si algún día podrán capturarle y
juzgarle, si los talibán serán derrocados y si esa pobre gente
merece ese destino terrible. Y por si todo eso fuera poco, se
empieza también a dudar de si alguien está a salvo. Si las Torres
Gemelas cayeron como si fueran de naipes, cualquier cosa puede
ocurrir. Pues las antaño famosísimas defensas americanas se han
revelado inútiles.
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