La situación en Oriente Medio ha sufrido en los últimos meses un
empeoramiento progresivo hasta el punto de convertir a Arafat en
blanco no sólo de las críticas de Ariel Sharon, sino en poco menos
que en el responsable de cualquier atentado de los integristas
islámicos. Y puede que el aún presidente de la Autoridad Nacional
Palestina no haya hecho lo suficiente contra los extremistas o, tal
vez, no tenga capacidad para hacerlo. Aunque no es menos cierto que
Sharon es responsable de la radicalización de los posturas hebreas
y, todavía más, ha sido el detonante de la segunda Intifada, que
aún continúa y que ha supuesto un continuo baño de sangre, con la
visita que realizó a la Explanada de las Mezquitas.
Es precisamente en este enrarecido ambiente, con un Arafat
acosado hasta el extremo, sin otros interlocutores de la causa
palestina con los que negociar un proceso de paz válido y efectivo,
donde Ariel Sharon lanza una nueva propuesta sorprendente. Se trata
de la creación de lo que se ha dado en denominar un «cinturón de
seguridad» en Jerusalén para evitar los atentados suicidas.
Pero si analizamos detalladamente el plan, se trata de una
peligrosa resurrección de una especie de «muro de la vergüenza»,
eso sí, mucho más avanzado tecnológicamente que el que partió en
dos Alemania durante la «guerra fría». Todos tenemos aún en el
recuerdo aquel símbolo de la división en dos mundos: el capitalista
y el comunista. Precisamente por ello, la idea de Sharon, aparte de
lo que puede suponer en cuanto a la marginación de los palestinos,
se antoja como un peligroso y escalofriante símbolo de la división
entre musulmanes y judíos. Precisamente en un momento en el que se
echa en falta mucho diálogo y menos violencia, fabricar fortalezas
es, tal vez, la opción menos adecuada.
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