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Algo hay bien cierto cuando un españolito de a pie alcanza la edad adulta: no habla varios idiomas, apenas recuerda cuatro datos sueltos de la historia de la Humanidad, la literatura se le escapa y la ciencia, más o menos, lo mismo. O sea, que el nivel cultural medio de un ciudadano cualquiera que ha cursado su primaria y su secundaria deja mucho, muchísimo, que desear. Por eso "y por muchas otras razones, como el fracaso escolar, la falta de disciplina, el desinterés de los alumnos y el estrés al que se ven sometidos los docentes" es más que necesaria la reforma educativa. En España se enseña mal y se aprende peor. Los profesores están poco motivados y los alumnos "no todos, claro" se toman a risa su propia formación. En la universidad, tres cuartos de lo mismo, pues reina una formación teórica, aburrida, anticuada y poco conectada con la vida real. Y luego llega la vida laboral y ahí es donde está el verdadero examen de reválida.

Esta semana la ministra del ramo, Pilar del Castillo, ha puesto sobre la mesa las líneas maestras de su reforma y, ciertamente, tampoco da para lanzar cohetes. Que un chaval en plena pubertad tenga sobre sus hombros la enorme responsabilidad de decidir su futuro laboral "optando por uno de los itinerarios previstos" es una locura y desde luego no contribuirá a reducir el fracaso escolar. Pero hay también elementos positivos, como el adelanto del aprendizaje del idioma extranjero y el refuerzo de materias básicas, como la lectura, la escritura y el cálculo, verdaderos cimientos del conocimiento.

Lo fácil es oponerse siempre a todo lo que proponga el Gobierno de turno, pero en materia de enseñanza, hay que exigir a todos los colectivos un mínimo de seriedad. Es cierto que debería haberse discutido la cuestión con las autonomías, pero ello no invalida el diagnóstico y la necesidad de adoptar medidas. Y pretender que los alumnos puedan concluir su ciclo educativo sin pasar una serie de controles o pruebas de evaluación no es la mejor fórmula para elevar el nivel de la enseñanza.