Sor Magdalena es monja franciscana de Palma, que tras recorrer mucho mundo "entre otros lugares ha estado en el Perú andino, el más duro de los Perú" recaló hace 16 años en Guinea Ecuatorial continental. En la zona denominada Nlozok, o cabeza de elefante, levantó un pobladito en el que vivieron no más de 70 nativos. «Como estábamos bastante apartados de todo, por lo que el ir a vender lo que obteníamos de la tierra era poco menos que pasarse una semana lejos de casa, pues todo se hacía a pie, decidimos cambiar de lugar. Lo consulté en asamblea: les dije 'quien quiera, que me siga, quien no, que se quede aquí'. Me siguieron todos excepto uno.
Nos trasladamos a Buenos Aires, llamado así porque por las tardes corre una brisa bastante buena. Hoy, entre los que llegamos hace cuatro años, y que ya se han multiplicado "matiza", junto con los que vivían en estos alrededores, somos cerca de 700, entre ellos sólo uno practica la poligamia: tiene dos mujeres, con las que vive sin problemas bajo el mismo techo: una le ha dado siete hijos y la otra seis. Eso sí, aquí nadie está parado. Mientras ellos, los adultos, trabajan, sus hijos van a la escuela. A la que hemos construido en este lugar».
Para llegar a Buenos Aires desde Bata "la ciudad más importante de la Guinea Ecuatorial continental, Río Muni en la época colonial", hay que recorrer unos cincuenta kilómetros en coche por un camino ganado a una frondosa selva en la que abundan palmeras, cocoteros, bambú e impresionantes y bellas ceibas, entre otros ejemplares. Sobre nuestras cabezas nos acompaña siempre un cielo cubierto de nubes gruesas y grises que, en señal de que estamos entrando en la temporada de lluvias, amenazan con dejar caer toda el agua que llevan en el momento menos pensado. A la hora de rodar sobre el asfalto, tras superar una pronunciada curva hacia la izquierda, nos adentramos por un angosto camino de tierra roja que en unos minutos nos conducirá hasta Buenos Aires.
«¿Está sor Magdalena?», preguntamos a dos mujeres que nos cruzamos. «¡Allí!», responden, señalando hacia las casitas blancas que rodean la gran explanada. Los niños, debidamente uniformados, están a punto de finalizar el recreo que disfrutan junto a un campo de fútbol de destartaladas porterías, en lo que sor Magdalena, advertida por alguien del lugar de nuestra presencia, sale al encuentro. Le había enviado un fax, pero no lo ha recibido. «Pero no importa, pues ya estoy aquí "le digo". Hace tres años que intento este viaje, cuando el párroco de Sant Jordi me habló de usted y... ¡pues no vea lo que me ha costado llegar!». Sor Magdalena dice que anda un poco fastidiada a causa del paludismo, «que hoy noto bastante», pero que no le impide mostrarme aquel precioso lugar sobre la colina, ahora allanado y limpio, repleto de aulas escolares, amén de otras dependencias, entre ellas una bonita iglesia, redonda, y la casa donde vive ella.
Sor Magdalena se ha cambiado las zapatillas y ha colocado sobre su cabeza un sombrero de paja. Sin prisas, vamos recorriendo Buenos Aires. «En esa parte están la escuelas, ahí enfrente, sobre esa loma en la que pueden verse algunas casitas, está el poblado, y ahí atrás "señala hacia la verdísima y espesa floresta", tenemos los campos donde sembramos. Ahora, por cierto, acabamos de sembrar cacahuetes». Los niños, que momentos antes me han cantado varias canciones infantiles típicas... de Mallorca, ¡y en catalán!, han formado en varias filas y, en silencio, caminan hacia sus clases. «Para que un pueblo vaya bien "señala la monja" es fundamental que los más jóvenes sean limpios, ordenados y tengan una cultura más o menos sólida. Y eso es lo que tratamos de conseguir aquí».
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