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Son las nueve y media de la mañana. La calle de mi hotel, el Yoly y Hermanos, seguramente el peor hotel de los que he pernoctado en mi vida, está encharcada a causa de la torrencial lluvia que ha caído durante dos o tres horas de la noche anterior, lluvia que se ha vuelto a cargar el tendido eléctrico de la zona de Malabo en que me encuentro, dejando otra vez sin aire acondicionado y fuera de combate todos los enchufes de mi habitación, lo que me supone quedarme sin poder conectar el ordenador ni cargar las pilas de la videocámara, cámara y móvil. Espero diez minutos a la sombra sobre la acera de la Escuela de Magisterio, situada delante de mi hotel, a que llegue el jeep conducido por el médico Jordi Mas Capó, profesor de la facultad de Medicina de la Universidad de Barcelona y especialista en medicina tropical, con casi veinte años de estancia en Guinea Ecuatorial.

A su lado va el embajador español en Malabo, el mallorquín, de Inca, José Riera, y detrás, dos preciosas perras pastor belga de color negro, propiedad del galeno. Me van a llevar a que conozca uno de los patios "en Guinea llaman patios a las fincas agrícolas" más famosos de los que hubo en el país durante la época colonial entre los años 40 y 50. «Era de un catalán apellidado Sendrós, que abandonó el país a poco de iniciarse la era Macias "explica el médico". La finca es hoy propiedad de otro español, Mallo, que a diferencia de aquél, se quedó en Guinea, donde progresó e hizo fortuna». Sin prisas, tomamos la dirección de Luba, una localidad costera, con playas de arenas negras, y que nada tiene que ver con la de la Misa Luba, aquella de los Kiryes, ¿recuerdan?

Pasamos, antes, por San Paka, el pueblo donde nació Andrés Buele, el padre de Cil Buele. Hubiera querido fotografiar la señal de San Paka, pero me recomendaron que no lo hiciera. «Hay militares "el médico señaló a través del parabrisas" y no les gustan las fotos». El camino hacia Luba está jalonado de pequeños puestos de venta en forma de casitas de madera, en cuyos mostradores se ven bananas y caracoles de tierra gigantes. En uno de ellos, colgado de una vara, descubrimos una pitón a la que le habían rebanado la cabeza de un machetazo. «Salen a cazar de noche por los alrededores "explica el embajador", pero como hoy ha llovido, poco habrán cazado. Lo digo porque hay días en que en estos puestos te encuentras de todo, desde serpientes a monos, pasando por cocodrilos».

Tanto el embajador como el médico han comido de lo uno y de lo otro. «Ahora, por aquello del Ebola, no comería mono "señala José Riera", pero la otra vez que estuve en Guinea sí que lo comí». «Buenos días, que lo pasen bien», dice el soldado entregando los carnés. El médico arranca el coche, pero ahora no avanzamos en dirección a Luba, sino que tomamos a la izquierda por una carretera sin asfaltar, por la que circulamos durante un trecho de no más de dos kilómetros dando brincos en el asiento, como si estuviéramos en una batidora. En un momento determinado hemos de abandonar el jeep y seguir el estrecho sendero, que se angosta a medida que avanzas por él, a pie, ya que la carretera se ha convertido en camino, y éste, a poco, ha quedado sepultado debajo de la maleza. Tras saludar a una cuadrilla de obreros que están recogiendo algo de cacao, nos adentramos en el patio Sendrós, no sin antes rociarme de Relec, pues llevo manga corta y el lugar está plagado de mosquitos.

Dejamos a nuestra derecha unas casas semiderruidas y ocultas por la floresta, «seguramente era la vivienda del mayoral», apunta el doctor, que es quien marca el ritmo, seguido por el embajador, que a lo que veo está en muy buena forma. Hacemos a pie unos dos kilómetros hasta que llegamos a la casa del señor, tres platas, con balustrada en la segunda, también semisumergida entre la maleza. El doctor nos advierte de dos peligros: de una serpiente pequeña, pero muy venenosa, llamada Mamba, «pero que si hay alguna los perros la descubrirán» y de unas hormigas grandotas, «que como se te suban por las piernas "me advierte, pues el embajador ya lo sabe" tendrás que quitarte los pantalones, porque de lo contrario te pueden volver loco, pues es que te comen vivo».