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En estos días de amor fraterno tan propios de la Semana Santa recién finalizada, he pensado muchas veces, no en los que hablan de amor al prójimo, sino en los que practican el amor al prójimo desde el más profundo silencio y, quién sabe, si soledad, inmersos en el Tercer Mundo que nosotros conocemos a medias a través de los medios de comunicación, olvidados o ignorados por las campañas de publicidad "o por los probostes" que a otros les han tocado en suerte, pero, que no por ello, desanimados ni desmotivados, sino con la esperanza de que alguien, desde algún lugar, a veces remoto "sobre todo para ellos" les facilite una ayuda, que por pequeña que sea la saben multiplicar por mil, pues son auténticos recicladores incluso de lo inservible. ¿Que quiénes son estos personajes? Curas y monjas misioneros. Sobre todo ellas, hermanas o sores con el coraje muy bien puesto, que he tenido la suerte de conocer muy lejos de aquí, y que a cambio de nada, lo están dando todo.

Así, de bote pronto, me vienen a la memoria cuatro nombres: el de sor Colmillo, monja mallorquina de pura cepa que trabaja en una pequeña ciudad de chabolas que un buen día, tras una invasión de gentes que llegaron desde los Andes huyendo de la hambruna, se instaló en una de las colinas que rodean Lima. Allí, entre marginados y automarginados, sor Colmillo y otras sores más, se desvelan, a veces sin apenas ayuda, por los que no tienen nada, que son casi todos.

Tampoco puedo pasar por alto a María Alcázar, trinitaria mallorquina destinada en la pobreza peruana a la que lleva luz e ilusión a través de AYNE, en cuyo nombre apela a la misericordia de los hombres y de las entidades oficiales y privadas para que la ayuden a sacar adelante sus proyectos, todos ellos encaminados hacia el bien de la comunidad. La que le ha tocado vivir.

He pensado también muchas veces en Esperanza Garau, misionera de Amico (Amistad Misionera en Cristo Obrero), que vive en la profunda Nicaragua y que a diario sale a la calle buscando dinero y ayuda para el hogar de niñas abandonadas y muchas de ellas, además, maltratadas. ¿Y qué me dicen de mi amistad más reciente, sor Magdalena, el ángel de Buenos Aires, de Guinea Ecuatorial? Es tal su obra allí, que con palabras no es sencillo explicarla. Recibe alguna que otra ayuda oficial, pero sobre todo está encantada de la que le llega de las gentes de buena fe, como usted. Por eso, hagan de vez en cuando lo que yo: piensen en ellas, y, si pueden, ayúdenlas.