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El derecho a la huelga es una de las herramientas fundamentales de la democracia, por cuanto permite defenderse a un enorme sector "los trabajadores" de las injusticias a las que puedan verse sometidos. Sólo los países totalitarios prohíben este derecho, considerado como uno de los grandes logros del progreso social. Pero la huelga, como asunto de máxima importancia, está regulada por la legislación y en caso de afectar a servicios básicos para la ciudadanía, como el transporte o la sanidad, se impone el cumplimiento de unos servicios mínimos que garanticen la continuidad de la prestación de una parte de esos servicios. Si los sindicatos estiman que la Administración ha establecido unos servicios excesivos pueden y deben acudir a los tribunales.

Ocurre a menudo, y lo estamos viendo ahora mismo en la huelga del transporte público en la Comunidad de Madrid y lo vimos en Balears con la huelga de los conductores de autocares, que los sindicatos se saltan los servicios mínimos establecidos para presionar con más fuerza a su empresa.

La pregunta del millón es quién debe responder por tan tremenda irresponsabilidad. La ley en vigor, aprobada en 1977, establece la posibilidad de despedir de forma fulminante al trabajador que incumple los servicios mínimos, pero esta medida se adopta raramente porque al solucionarse el conflicto se suele aplicar aquello de «borrón y cuenta nueva» y no se hace efectiva ninguna sanación. Lo cual deja a los ciudadanos como únicas desvalidas víctimas de los abusos de los piquetes informativos.

Así las cosas, se impone un análisis detallado de la situación, una reforma de la ley, si se tercia, y la exigencia de un comportamiento cívico de los sindicalistas y trabajadores que hacen uso de su incuestionable derecho a la huelga. Sin olvidar que son responsables de sus acciones tanto los huelguistas como los líderes sindicales que incitan al incumplimiento de los servicios mínimos.