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Mostar, diez y media de la noche. Llueve intermitentemente. Hemos entrado en territorio musulmán a través del puente de Tito, hoy llamado como antes de 1912, puente de Musala, que está iluminado tenuemente por la luz de los coches que lo atraviesan y por un par de farolas. Apenas se ve gente circulando. Observamos que a derecha e izquierda siguen algunos edificios en pie cuyas paredes están completamente acribilladas, como el del banco de cristal y la residencia del mariscal Tito, con vistas al Neretva; en más de uno la acción de la metralla ha levantado toda la pintura que los protegía. Desde aquellos acontecimientos a hoy han transcurrido diez años. Si una parte de Mostar ha logrado borrar la huella física de los combates que tuvieron lugar en sus calles entre el 92 y el 94, ésta, desde luego, no.

A través de la calle Feicheve, una de las principales y probablemente más largas arterias de la Mostar musulmana, seguimos avanzando. A nuestro paso, las ruinosas casas alternan con las remozadas. De pronto llegamos a un lugar en el que, pese a la lluvia, está de fiesta. Jóvenes de ambos sexos pasan el rato charlando, sentados alrededor de mesas en las terrazas protegidas de la lluvia por toldos, envueltos en una música estridente emitida desde bafles que miran hacia la calle. En cuanto a decibelios, aquello es como la Lonja en sus buenos tiempos, pero a lo bestia. Sin embargo, nadie ha puesto el grito en el cielo, y al decir nadie nos referimos a los vecinos. Y es que seguramente prefieren soportar ese ruido que el de los morteros o granadas de antaño.

A la izquierda de esa calle, ascendiendo por unas escaleras de piedra, entramos en el cementerio. Casi todos los que reposan allí son bosnios musulmanes muertos en 1993, durante los combates que mantuvieron con los bosnios croatas. Fueron tantos los que cayeron aquel año que tuvieron que, provisionalmente, convertir el jardín que había al lado de la mezquita en cementerio, pues en el de la zona no cabía nadie más. Los años y la paz "frágil, pero paz al fin y al cabo" lo han consolidado como camposanto para los fieles de la media luna. A diferencia de los nuestros, es, como hemos dicho, un jardín y a la vez lugar de paso, en el que se puede ver niños jugando durante el día y alguna que otra parejita arrullándose por las noches.

A una mujer le hemos preguntado si el Stari Most está lejos de allí. «Nema, nema», dice a la vez que por señas nos indica por dónde ir: recto por Feicheve, y unos 200 metros más adelante, a la altura del quiosco, doblar a la derecha. El Stari Most es el puente más antiguo de Mostar. Parecido a un gran arco de piedra de unos 25 metros de longitud, desde 1566 en que lo construyó el arquitecto turco Mimar Hairedin, y que además hizo las funciones de guarnición, hasta noviembre de 1993, comunicó la zona musulmana con la croata, a ambos lados del río Neretva, comunicación que se cortó al recibir el puente el impacto de una granada lanzada por un carro desde lo alto del monte Hum, el más emblemático de los que rodean esta ciudad.

Cuando comienza a llover de nuevo, llegamos a la plaza de España, en cuyo centro se levanta un monolito y a su derecha, una lápida, en la que se recuerda a los soldados españoles muertos durante la guerra. La plaza y el monumento son obra de las fuerzas españolas que desde hace diez años están en misión de paz en aquella ciudad. Elevando la vista a la izquierda, por entre la lluvia aparece el negro edificio que antes de la guerra albergara un banco y que hoy es uno de los más siniestros del Bulevar, pues desde sus ventanas los francotiradores croatas intentaban matar a todo el que circulara por aquella zona.