En mi adolescencia me inicié como excursionista. En aquella época, finales de los cincuenta, ir a la montaña con unos amigos representaba una aventura, y una aventura que se precie necesita de un ingrediente básico: la lucha (sensación en este caso) por la supervivencia. El Hacha representaba a la perfección al guerrero excursionista. Además no se trataba de un adorno, había que cortar leña para hacer fuego si uno quería cocinar y calentarse. Desde entonces he tenido un sentimiento de respeto a esta herramienta que tiene las características de un arma feroz. Siempre que me establezco en un lugar, compro un hacha.
Blandir un hacha es muy diferente que hacerlo con una espada; sólo la maza o martillo puede dar semejante sensación de destrucción, la diferencia es que estos son rompedores, no penetrantes. Pocas imágenes escenifican la cólera de una forma tan gráfica como la de un guerrero blandiendo un hacha. En la fuerza y rapidez del gesto, vemos la misma energía que en la naturaleza tienen la tormenta y el rayo. Las primeras hachas son anteriores al uso del hierro; podemos imaginarlas como piedras talladas por el mismo rayo a quien simbolizan.
Por una parte representa una fuerza inapelable, posiblemente necesaria en aquellas situaciones límite en las que hemos de cortar «de un hachazo» una situación. Conviene guardar esa conciencia de poder hacer y de que contamos con la fuerza para hacerlo, no sea que nos coja una situación límite en un estado de precariedad, debilidad. Qué sucede cuando civilizamos esa fuerza? En qué aplicarla si no hay necesidad de lucha? Otra situación de necesidad en la que la imagen del hacha nos puede ayudar es cuando queremos hacer luz en una situación de hermetismo, oscura. La imagen del hacha clavada en el tronco indica la posibilidad de penetrar en la zona oculta de algo.
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