Tradicionalmente, el anuncio de una bajada de los impuestos ha
sido uno de los ganchos preferidos por los gobernantes a la hora de
encandilar a la ciudadanía con el objetivo de ganar votos. Hoy en
día no lo es menos y a un año y medio vista de las elecciones
generales, el PP ha cogido con firmeza ese enunciado para ir
acotando terreno electoral.
Pese a lo atractiva que a todos nos resulta la idea de pagar
menos impuestos, sabemos "y debemos ser muy conscientes de ello"
que lo público se sostiene a través de los impuestos. Nada más y
nada menos, lo que significa que un recorte impositivo supone una
merma del servicio público, bien sea en sanidad, en educación, en
carreteras, en asistencia social, en seguridad ciudadana... en lo
que sea, salvo que esta reducción de impuestos, y ese plausible
ahorro para el contribuyente, no tenga repercusión alguna en esos
servicios esenciales.
A la ya conocida supresión del Impuesto de Actividades
Económicas para la mayoría de los pequeños empresarios y autónomos,
se suma la intención de eliminar el impuesto de sucesión de padres
a hijos. Son dos excelentes noticias para el bolsillo de los
ciudadanos, pero pésimas para las arcas públicas si no se logran
financiaciones complementarias. Y más aún si tenemos en cuenta que
el primero de estos tributos lo gestionan los ayuntamientos, con lo
que el Gobierno central no pierde nada al eliminarlo, y el segundo
está transferido a las comunidades autónomas desde hace años, de
forma que en Madrid siguen sin perder nada.
Bien venida sea cualquier bajada de impuestos, pero sin que ello
signifique una pérdida de calidad en los servicios que reciben los
ciudadanos. Las instituciones locales no deben ser la cenicienta
pobre de la Administración, pero también hay que exigir un riguroso
control del gasto público, evitando cualquier derroche.
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