En los últimos días han salido a la palestra asuntos que, si
bien al conjunto de la ciudadanía le resultan ajenos y casi
«virtuales», han provocado un alborotado guirigay entre la clase
política.
El primer conflicto es el protocolario, es decir, el orden
jerárquico que deben ocupar autoridades nacionales, autonómicas y
locales en un mismo acto oficial. Éste es un asunto que tiene su
relativa importancia en cuanto a las formas y que ha llegado a los
tribunales, que han anulado un artículo del decreto sobre protocolo
que había aprobado el Govern. Ciertamente, una resolución
autonómica no puede modificar una orden estatal. Ahora bien, esa
norma no refleja la relevancia que en las Islas tienen los
consells, cuyos presidentes se ven absurdamente relegados. Otra
cuestión a debatir sería si los cargos electos deben tener la misma
consideración que los cargos designados. Hasta que no se logre una
necesaria modificación del protocolo estatal, habrá que seguir en
la línea de consenso que ya se viene aplicando en Balears para que
los representantes de las distintas instituciones ocupen el lugar
que les corresponde en función de las particularidades de cada
acto.
Por otro lado, hay que referirse al espinoso tema del juramento
de lealtad al Rey en la toma de posesión de los diputados
autonómicos. El PP ha utilizado la cuestión para atacar al PSOE
que, tras caer en la trampa de EU, ha tenido que dar explicaciones
por la vía de urgencia, incluso con una llamada a la Casa Real,
aclarando lo que es obvio: que el acatamiento a la Constitución
lleva implícita la lealtad a la Corona. Pero si se deseaba
modificar la fórmula debería haberse hecho sin precipitaciones y
sólo tras alcanzarse un acuerdo entre los principales grupos
parlamentarios. Utilizar la referencia al Rey como arma arrojadiza
y dar pretextos para ello ha sido lamentable.
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