A casi nadie le habrá pasado desapercibido el aluvión de espots
pulicitarios destinados al público infantil que se ha desatado en
las últimas semanas. Es la fiebre prenavideña. Una época en la que,
coincidiendo con la iluminación de las calles comerciales, la
invasión de papá noeles y demás fruslerías en los escaparates y la
avalancha de turrones en los supermercados, la televisión se llena
de muñecas, monstruos, barcos pirata, perritos de trapo y toda
clase de ingenios salidos de la creatividad de los fabricantes de
juguetes.
Nuestro país ocupa una posición de vanguardia en este sector,
pero sólo en cuanto a fabricación, venta y exportación se refiere.
Porque en cuestiones de consumo seguimos estando en los furgones de
cola.
Así, mientras los niños menores de once años norteamericanos -el
paraíso del consumismo- reciben cada año juguetes por valor de 454
euros (75.000 pesetas), los españoles se conforman con 192 euros
(32.000 pesetas), menos de la mitad, aunque alemanes, austríacos,
italianos y portugueses se quedan todavía más atrás, hasta los 83
euros (14.000 pesetas) del país ibérico vecino.
¿Los motivos? Básicamente un error de concepto muy arraigado en
nuestra sociedad: la creencia de que el juguete es un regalo, un
obsequio, un premio para el niño. Cuando, en realidad, no lo es en
absoluto, según la pedagogía moderna. Muy al contrario, en los
últimos años se ha establecido una ley que debería ser
inquebrantable y que, lamentablemente, no lo es tanto: el trabajo
de un niño es jugar. O sea, que debe ser su principal ocupación,
por cuanto durante el desarrollo infantil el juego estimula las
distintas facetas de su personalidad, afianza su relación con el
entorno y potencia sus «talentos».
A.M.
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