Que Mallorca estaba pidiendo a gritos una protección para evitar
la absoluta urbanización de la Isla es algo tan evidente que no
admite discusión y si algo hay opinable en este asunto es la forma,
el plazo o el espíritu de esa protección. Se puede, en efecto,
plantear el cómo, el cuánto y el cuándo más apropiados para
acometer la necesaria limitación de la actividad urbanizadora, pero
nunca se podrá discutir el fondo de la cuestión: salvar lo poco que
queda a salvo, especialmente en la costa y en las zonas rústicas,
porque el crecimiento infinito en un territorio limitado es
imposible e indeseable.
Ahora el Tribunal Superior de Justicia ha dado la razón al
Consell de Mallorca en su moratoria urbanística de octubre de 2002
-luego hubo otra-, después de que varios promotores interpusieran
cinco recursos ante la suspensión temporal de licencias decidida
por el CIM, que no se levantará hasta que se apruebe el Plan
Territorial, pendiente aún de negociación política.
Los constructores, los más afectados por las moratorias, han
manifestado su temor a una crisis en el sector, que parece
inevitable en un plazo más o menos próximo, salvo que se produzca
una reconversión sectorial que permita seguir dando empleo pero
poniendo, lógicamente, límites a la superficie construible.
Realmente, si no ha llegado la crisis a la construcción -y ahí
están las grúas para atestiguarlo- es porque quedaban muchas
licencias de obras por ejecutar. ¿Qué ocurrirá cuando se acaben las
licencias pendientes y crezcan en mucho menor medida las nuevas? La
presidenta Munar opina que las grandes perjudicadas serán las
empresas foráneas, mientras que los empresarios mallorquines podrán
continuar con sus negocios en el ámbito de la rehabilitación de
edificios, que constituyen «el futuro». Ojará sea así y se logre
limitar el crecimiento urbanítico sin poner en peligro nuestra
economía.
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