Como era de esperar, el Gobierno de José María Aznar tuvo que
dar marcha atrás en su hasta ahora inamovible postura acerca del
conflicto de Irak, aunque tampoco ha optado claramente por lo
contrario, es decir, por la búsqueda del diálogo, del consenso, de
la negociación. Millones de españoles lo exigieron en la calle el
sábado pasado, desafiando al frío y a la lluvia, y en Moncloa han
tenido que tomar buena nota de esta lección que Aznar ha
interpretado muy a su manera.
Pese a ello, no venía Aznar de vacío a su comparecencia ante el
Congreso de los Diputados de ayer. Traía el acuerdo adoptado por
los Quince debajo del brazo -un texto que dice que «la guerra no es
inevitable»- y lo presentó como iniciativa del Grupo Popular ante
el pleno del Congreso con un órdago político: que la oposición en
bloque, especialmente los socialistas, lo ratificara, apoyando así
decididamente al Gobierno.
No carecía de inteligencia esta maniobra. Si la oposición se
negaba a suscribir el acuerdo significaría tanto como posicionarse
en contra de la Unión Europea, que hasta ahora ha mostrado un
talante bastante razonable en esta crisis. De aprobarla, el
Gobierno de Aznar saldría reforzado con el apoyo tácito de sus
rivales políticos en un asunto en el que hasta ahora la ruptura ha
sido total.
Pero había gato encerrado. Porque el texto firmado en Europa
contrasta radicalmente con la postura que ha defendido Aznar a capa
y espada en este delicado asunto. Y de ahí la incómoda posición de
un José Luis Rodríguez Zapatero al que la sorpresa gubernamental le
pilló desprevenido, por lo que exigió que en el Consejo de
Seguridad de la ONU España desempeñe el mismo papel que establece
el texto de la UE, pidiendo más tiempo para los inspectores.
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