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Los primeros días de un conflicto armado acostumbran a venir marcados por la incertidumbre, una incertidumbre que afecta tanto a la actuación de los ejércitos como a la situación política que la guerra va determinando en los gobiernos de los países contendientes. Es el momento de la propaganda, de las interesadas manipulaciones informativas, de las mentiras descaradas. La guerra que estalló el pasado jueves no va a ser una excepción. Así, es natural que ahora los ciudadanos de cualquier lugar del mundo se estén haciendo una pregunta: ¿cuánto va a durar la guerra? Pese a las previsiones iniciales de un Bush que preparó a su gente para una guerra «que podría ser larga», el desarrollo de los acontecimientos, caracterizados por una casi nula oposición por parte de las tropas iraquíes, parece indicar hoy lo contrario. En opinión de la mayoría, el rumbo, y el curso, de la guerra vendrían marcados por un hecho al presente envuelto aún por una mayor incertidumbre que cualquier otro: se trata de la posibilidad de que Sadam Husein esté vivo o hubiera muerto o sido gravemente herido en los compases iniciales del ataque. La imposibilidad de confirmar tal extremo -por una parte el vídeo difundido no prueba nada y por otra se comprende que el dictador iraquí no multiplique sus apariciones so pena de ser descubierta su presencia por los servicios de inteligencia enemigos- es uno de los factores que impide establecer pronósticos sobre la duración de la guerra. Entre tanta incertidumbre algo ha quedado claro y es el escaso peligro que suponía para el mundo el régimen de Irak, reconocida la debilidad de sus fuerzas armadas y la mínima potencia de su armamento. Lo que abona la teoría de aquéllos que desde el principio de la crisis han venido manteniendo que a esta guerra se iba por otras razones. Concretamente económicas y encaminadas por encima de todo al control del petróleo de la región.