Ya lo advirtió José María Aznar días atrás: «Vivimos horas
cruciales en el desarrollo del conflicto». Y así es, en efecto,
pues parece que según vayan las cosas en la «toma» de Bagdad será
uno u otro el resultado de la guerra. Las tropas aliadas, tras unos
días de parón, se acercan peligrosamente a una capital
castigadísima en la que intentan sobrevivir cinco millones de
personas entre las bombas.
Las manifestaciones de protesta no cesan, pero a los políticos
implicados en esta agresión poco parece importarles. Más bien se
ocupan de planificar el futuro, esa era post-Sadam que auguran como
gloriosa para Irak. La maltrecha ONU debería tomar las riendas de
la reconstrucción, con la participación activa de todos sus países
miembros y, sobre todo, del pueblo iraquí, que deberá ser quien
decida qué sociedad quiere implantar una vez derrocado el dictador,
si lo logran.
Pero parece que los planes norteamericanos no van por ahí. De
hecho ya está diseñado el establecimiento de una suerte de
«protectorado» dirigido por un militar estadounidense que repartirá
el jugoso pastel iraquí entre empresas de su propio país y de Gran
Bretaña, dejando a las Naciones Unidas únicamente el papel de
elemento humanitario.
Resultan difíciles de entender estas maniobras guiadas por la
codicia y el afán de poder político y económico desde fuera, cuando
la metralla destroza cuerpos de niños y mujeres. Desde Alemania se
proponen alternativas menos avariciosas que, seguramente, toparán
de frente con las expectativas de los norteamericanos que, al fin y
al cabo, son quienes han enviado allá a sus soldados. De cómo se
desarrolle la batalla de Bagdad dependen muchas cosas, entre otras
la duración de la guerra y el sesgo de la reconstrucción. Todo
ello, a día de hoy, sigue siendo una incógnita.
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