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La primera víctima de una guerra es la verdad, lo dicen las viejas crónicas. Pero no es la única, ni mucho menos. Ayer nos tocaba la tragedia iraquí un poco más de cerca con la muerte de un joven periodista español, Julio Anguita Parrado, que perdió la vida junto a un colega alemán y dos soldados norteamericanos cuando trataba de transmitir el día a día de una guerra cruel como todas.

Es la primera víctima mortal española en un conflicto en el que hemos visto casi de todo y del que, seguramente y por desgracia, todavía nos quedará mucho por ver. Y lo vemos gracias, en buena parte, a la valentía de unos periodistas que, como Anguita Parrado, han sacrificado su seguridad para cumplir con una misión a veces imposible: retratar la verdad, esa realidad diaria que en una guerra se convierte casi en surrealista.

Desde el principio de la guerra las autoridades advirtieron del peligro que supondría permanecer en el país y los medios de comunicación ofrecieron a sus enviados especiales la posibilidad de regresar a casa sanos y salvos antes de que las bombas empezaran a estallar.

Periodistas españoles, en un número considerable, decidieron continuar allí, en el ojo del huracán, o entrar en el país con las columnas angloamericanas -como era el caso de Julio Anguita Parrado- para que los lectores de periódicos, los oyentes de radio y los telespectadores de las diversas cadenas de televisión puedan tener acceso a una información, si no exacta, sí al menos veraz. Tanto que las imágenes tremendas que hemos estado viendo aquí de los efectos colaterales de los ataques aliados han sido censuradas en países teóricamente libres y democráticos, como Estados Unidos.

Hoy es un día más triste para el periodismo, pero también es la hora de constatar que el trabajo bien hecho y honesto tiene sus recompensas para la sociedad.