Parece que empezamos a vislumbrar el final del túnel. Aunque no
es momento para triunfalismos -la sangre de miles de víctimas
inocentes está todavía caliente-, las calles de Bagdad vivieron
ayer un día histórico que ha dado imágenes en abundancia para los
libros de historia. Igual que ocurrió hace unos años, cuando la
perestroika de Gorvachov propició el derrocamiento de las estatuas
de Lenin en las calles y plazas de Moscú, la capital iraquí se
desprendía aliviada de la presencia omnipotente del dictador,
representado hasta la saciedad en monumentales esculturas y
retratos.
No fue, como se esperaba, la entrada triunfal del ejército
liberador, pero tampoco el infierno de la guerrilla urbana que
muchos se temían. Bagdad fue tomada con cierta facilidad por los
tanques aliados mientras la población demostraba, si no
masivamente, sí al menos con convencimiento, su hartazgo hacia
Sadam Husein y sus sanguinarios métodos.
Pese a las escenas para la posteridad, todavía queda guerra por
delante. Nadie sabe dónde o cómo está el tirano, abandonado por sus
colaboradores, que están siendo detenidos o se han refugiado en
países vecinos. Todavía queda el norte del país por conquistar, con
el problema añadido de la actitud turca.
Y, sobre todo, falta la definición clara de ese «día después»
que diseñan los vencedores. El gesto, ayer, de colocar la bandera
americana sobre la estatua del líder derrocado no fue acogido con
simpatía por los iraquíes. Es un pueblo orgulloso que ha sido
sometido a demasiadas vejaciones como para aguantar ésta. Los
aliados deberían medir muy bien sus pasos, porque detalles como ése
de la bandera o ese otro de repartir galletas entre la población,
como si fueran hambrientos desesperados, dejan patente la idea
superficial que tienen de una situación que en realidad es terrible
para los afectados.
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