Primero vino la «risaga». Muchos barcos quedaron clavados en el
fondo de los puertos del sur de Mallorca y Menorca. La fuerza del
agua subiendo y bajando barcos como corchos hacía presagiar lo
terrible del terremoto que al otro lado del mar debía sacudir las
vidas de personas indefensas. Al día siguiente las noticias en la
radio y poco después las primeras imágenes. Destrucción y muerte en
una zona del mundo ya castigada por todo tipo de tragedias.
El norte de Argelia, y en concreto la zona del Bumerdés,
amaneció ese día con miles de personas atrapadas entre escombros,
enterradas vivas. En pocas horas los expertos de muchos países
acudieron a socorrer a la población y reforzar a los efectivos
locales. Los bomberos de Argel consideran a aquellos hombres
verdaderos profesionales, auténticos ángeles. Franceses y españoles
fueron los más sacrificados y admirados. En los primeros momentos
fueron rescatadas cientos de personas y miles de cadáveres. Luego
durante días, silencio entre las ruinas.
La segunda semana mostraba una escena tal vez aún más tétrica.
Millares de supervivientes aterrados por las réplicas deambulaban
medio desnudos cerca de los bomberos y médicos a la espera de
reconocer a un familiar o ayudar a un amigo. Los argelinos afirman
que lo peor fue ver tantas y tantas familias rotas, niños llorando
caminando solos entre cascotes, ancianos deseando haber muerto,
gentes que en diez segundos perdieron amigos, vecinos, casa,
trabajo, pasado y futuro. No se podía entrar en las casas que aún
permanecían tambaleantes, no se podía dormir ni con parientes
cercanos por temor a nuevos seísmos, no se podía descansar sin
antes terminar de escarbar con las manos entre los escombros
buscando un sonido o un aliento, pero todo era ya inútil.
J.P.O.
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