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Cuando todavía no nos hemos recuperado del desastre aéreo de Turquía, que costó la vida a 62 militares españoles por un «fallo humano», según las primeras conclusiones del Gobierno, se produce una nueva catástrofe en el ámbito del transporte, la peor en el sistema ferroviario de los últimos treinta años. Una veintena de personas perdieron la vida abrasadas en el choque frontal de dos trenes -un Talgo y un mercancías- en Chinchilla (Albacete), en otro accidente también, en principio, atribuible a un «fallo humano».

Sea cual sea el responsable de la tragedia, lo cierto es que en lo que llevamos de año se han producido ya en nuestro país nada menos que trece accidentes ferroviarios, lo que permite especular con la idea de que falla algo más que las personas en este medio de transporte.

Algo similar ocurrió años atrás en el Reino Unido, cuando parecía que la mala suerte se había adueñado de los trenes británicos. Nada más lejos. La verdadera causa del aumento de la siniestralidad no era otra que la drástica reducción de las inversiones públicas en mantenimiento y en materia de seguridad llevada a cabo por los sucesivos gobiernos conservadores. Quizá aquí no ocurra lo mismo. Fomento asegura que las inversiones para mejorar la red son millonarias. Pero no todas ellas deben destinarse a las líneas de alta velocidad.

Sorprende, además, que desde la propia Renfe se atribuya la situación por la que se atraviesa a la vejez y la degradación de las vías, por lo que convendría tomarse las cifras en serio y acometer de inmediato una profunda investigación que permita conocer las causas de tanta peligrosidad y, sobre todo, proponer respuestas que garanticen la seguridad en el transporte público. Porque cualquier «fallo humano» puede siempre minimizarse con un buen sistema técnico de seguridad detrás.