Sobre las diez de la noche llegaron a la casa de la Hermandad
del Rocío de Mallorca los últimos rocieros mallorquines. Entre una
cosa y otra, a pie o tomándose un descanso en la carreta, comiendo,
bebiendo el típico rebujito -manzanilla mezclada con Seven Up-,
incluso bailando sevillanas, se recorrieron alrededor de 38
kilómetros, que a casi 40 grados de temperatura, son muchos
kilómetros.
Por la noche, tras la cena, con el presidente de la hermandad,
Juan A. Torres Navarrete, nos dimos una vuelta por las calles de la
aldea, cada vez con más gente, unos llegando, otros engalanando las
carrozas para el día siguiente, en que todas las hermandades, unas
120, cumplimentarían a la matriz, o Hermandad de Almonte, con sede
en la misma ermita, que fue donde concluimos nuestro paseo. Frente
a la misma, Torres Navarrete nos explico que entrar en ella tal día
como en la madrugada del lunes, cuando los almonteños, después del
rosario, dan el salto a la verja que separa el lugar donde está la
Virgen del resto del templo, es prácticamente imposible, pues en un
recinto donde cabrán no más de quinientas personas se meten unas
tres mil.
A través de un hermano de la citada hermandad almonteña
intentamos que nos metieran, pero «olvidaros -nos dijo- el cupo
está ya dado». Así que si no se produce el milagro, tendremos que
conformarnos con ver a la Blanca Paloma saliendo del templo, y no
cuando la sacan a través de la reja, limite entre los fieles y el
altar. Así que un tanto decepcionados, nos fuimos a dormir, estas
vez con la canción de cuna que nos cantaron los de la Casa de
Fuengirola, vecinos de la nuestra, que se pasaron hasta las cinco
de la madrugada cantando. Y es que en el Rocío, según se dice, no
se duerme.
Texto: Pedro Prieto
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