Lamentablemente no ha constituido sorpresa alguna que el plan de
paz auspiciado por Bush tras la cumbre de Aqaba no esté suponiendo
la pacificación entre israelíes y palestinos, admitida la carencia
de contenidos reales de dicho plan. Más sorprendente puede resultar
ese llamamiento del presidente norteamericano a la comunidad
internacional para que las naciones se involucren más en la
cuestión a fin de encontrar soluciones.
En las actuales circunstancias -posguerra en Irak, presión
militar estadounidense sobre Siria e Irán y apoyo casi
incondicional de Washington a la política agresiva de Sharon- las
palabras de Bush dirigidas al mundo libre y «a las naciones que
aman la paz» pueden sonar no sólo como inoportunas, sino como una
muestra de inaceptable cinismo. La denominada «Hoja de ruta» ha
parecido desde el principio como poco más que un intento del
presidente de ganar tiempo con vistas a las elecciones del año
próximo.
Puesto que hay que reconocer que en ese plan apenas se aborda
ninguna de las auténticas situaciones que desde antiguo están
enquistando el conflicto entre Israel y Palestina. No se trata del
problema de los refugiados, ni se habla del futuro de Jerusalén,
como tampoco de los límites del Estado palestino. Simplemente, el
plan plantea el que se ponga fin a la espiral de violencia, casi
sistemáticamente atribuida a los palestinos, y se refiere a una
disminución del ritmo en la política de colonizaciones israelí.
Realmente esto sería como mucho un mínimo catálogo de intenciones a
discutir, pero nunca un plan. Los intereses norteamericanos van por
otro lado, por más que se maquillen superficialmente con unas hasta
ahora desusadas críticas a ciertas actitudes judías. De seguir así
las cosas, pensar en el fin de la violencia equivale a pecar de una
ingenuidad que en política acaba muchas veces por ser culpable.
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