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Desde que asumió la presidencia de Brasil a primeros de enero, Luiz Inácio «Lula» Silva ha tenido que enfrentarse, además de a las cuestiones propias del cargo, a una marea de desconfianza generada por su condición de hombre de izquierdas y, consecuentemente, partidario de políticas sociales justas pero susceptibles de originar recelos en el seno del gran capital.

Su primera preocupación desde entonces ha consistido precisamente en recuperar para su gobierno la confianza de los inversores locales y extranjeros, y calmar al mercado financiero. Y hay que reconocer que, contra el pronóstico pesimista de la mayoría, en parte lo está consiguiendo.

Pensemos que hablamos de Brasil, una nación que supone el 50% de la economía latinoamericana, excluido Méjico. Un país de formidables recursos, anclado en modelos económicos tan caducos como estériles, lo que da una idea de la inmensa labor que Lula tiene por delante. Por el momento es aún poco lo que se ha conseguido, pero el rumbo que ha imprimido Lula a la transición económica de su país hacia nuevas formas de producción y distribución de la riqueza resulta modélico incluso a los ojos de los más críticos.

En apenas medio año, la economía brasileña presenta una deflación -fenómeno inverso a la inflación- del 0,15%, algo que no ocurría desde noviembre de 1998, registrándose una reducción efectiva en los precios. Lo que ha llevado a los inversores a superar su inicial desconfianza, y a concitar una cierta ilusión entre los agentes económicos. Es pronto para que los partidarios de Lula canten victoria, pero no lo es para apreciar en lo que vale el buen hacer de un Gobierno que está sacando adelante una política tan audaz como peligrosa.