La creciente tensión en un Irak ocupado y las cuitas de unas
fuerzas norteamericanas que podrían estar perdiendo el control de
la situación, determinan forzosamente que se hable menos de la
anterior empresa guerrera emprendida por Washington. Pero habría
mucho que hablar. La diplomacia estadounidense planteó su
intervención en Afganistán bajo dos supuestos inicialmente
aceptables: acabar con un régimen de una odiosa irracionalidad como
el de los talibán, y colaborar en la reconstrucción del país.
Es cierto que se acabó formalmente con el poder talibán -en
realidad se habría sustituido una forma de violencia por otra-
aunque no con muchos de sus excesos, pero no se puede decir que el
segundo objetivo, la reconstrucción de Afganistán, vaya por buen
camino. Los informes que de allí llegan hablan de caos, inseguridad
y de abusos en materia de derechos humanos, cuando no se refieren a
sistemáticos procedimientos de extorsión que hacen imposible el
normal desarrollo de la economía.
En Afganistán se ha registrado en los últimos dos años un
aumento sensible de la criminalidad, mientras los «señores de la
guerra» campan por sus respetos; ha crecido el consumo de opio,
distribuido por unas mafias que luchan entre sí; los talibán y los
simpatizantes de Al Qaeda pugnan por minar el proceso
constitucional, convirtiendo en problemática la celebración de
elecciones prevista para el otoño de 2004.
Descontrol en las comunicaciones y abusos cometidos generalmente
por parte de tropas irregulares que recibieron incialmente el apoyo
de USA, completan un cuadro lejano en todo a un proceso normal de
reconstrucción tras un conflicto. Todo ello hace aún más difícil la
vida de una población tradicionalmente acostumbrada a vivir en
precario, entre la que la tasa de alfabetización apenas alcanza el
31,5% y la esperanza de vida se fija en los 46 años, por citar dos
datos de lo más elocuentes. ¿Reconstrucción?
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