Hace cuatro mil años, la fértil zona de Oriente Medio dio a luz
a algunas de las culturas más influyentes de la historia de la
humanidad. Ahí están nuestras raíces y parece que ahí quieren
regresar algunos. El célebre Código de Hamurabi, una revolución
legislativa nunca vista antes, estableció como medida de justicia
suprema aquello de «ojo por ojo y diente por diente», pues hasta
entonces el castigo solía ser completamente desproporcionado al
delito.
Hoy, milenios después, cuando el ser humano ha alcanzado a la
vez lo más grande y lo más miserable de sí mismo, la zona sigue
rigiéndose por el «ojo por ojo». Así, contemplamos atónitos cómo un
Gobierno legítimo, elegido en las urnas, respaldado dentro y fuera
del país, se dedica a ordenar y ejecutar asesinatos al más puro
estilo mafioso. Y ello sin que a la comunidad internacional se le
mueva un pelo.
En el otro lado de la balanza encontramos a un líder
supuestamente espiritual que no sólo se entromete en los asuntos
más terrenales, sino que además lo hace para incitar a sus miles de
seguidores a perpetrar los más sangrientos atentados y
crímenes.
En ese polvorín sólo faltaba la intervención de una alianza
contra el terrorismo para desatar dos guerras en un breve lapso de
tiempo, que si bien han logrado derrocar regímenes intolerables,
también han traído consecuencias tremendas para la población
civil.
El asesinato «selectivo» -¿qué asesinato no lo es?- del jeque
Yasín por parte de Israel ha terminado de enterrar lo poco que
quedaba en pie del último plan de paz para la región. La
permanencia de Ariel Sharón al frente del Gobierno hebreo es un
flaco favor a la lucha contra el terrorismo, pues no podemos más
que prever una escalada mundial quizá sin precedentes en respuesta
a su canallesca actitud.
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