El Rey dio por inaugurada la octava legislatura parlamentaria en
España, una etapa que muchos contemplan con ilusión y con grandes
esperanzas, pues el anunciado cambio de talante de Zapatero bien
podría suponer un alivio a la crispación institucional de los
últimos tiempos. Aznar se ha despedido del poder dejando tras de sí
seguramente una imagen bien distinta de la pretendida. Nunca quiso
ser simpático, lo reconoce él mismo, pero probablemente tampoco
quería pasar a los libros de historia como el gobernante que anuló
la posibilidad de diálogo y entendimiento entre instituciones.
A pesar de ello, Zapatero y sus ministros han tomado ya el
testigo de los ocho años de Partido Popular, con sus muchos
aciertos y también con sus asuntos pendientes.
Entre ellos, como recordó ayer el Rey, la necesaria unidad en la
lucha contra el terrorismo, la urgencia de recomponer las
relaciones con algunos países y la voluntad de restablecer el
diálogo con las autonomías «rebeldes».
Ni siquiera el Monarca quiso eludir el espinoso tema de la
reforma constitucional, aunque sí pidió «prudencia» y
«responsabilidad» a la hora de afrontar las posibles
modificaciones, para lo que deseó -como es lógico- el mismo
espíritu de consenso de 1978.
Como detalle revelador de ese nuevo ambiente de ilusión y
esperanza, baste decir que acudió Ibarretxe, optimista y contento.
No era para menos. Hasta don Juan Carlos reclamó una España con
«sitio para todos».
Y así habrá de ser, pues la escueta mayoría socialista no tendrá
más opción que dialogar hasta el cansancio con el resto de las
fuerzas del Parlamento si quiere sacar adelante sus iniciativas. Y
eso, en democracia, es un ejercicio saludable. Pues, como ya hemos
visto con Felipe González y con José María Aznar, las mayorías
absolutas han dado resultados negativos.
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