Shanghai es enorme, grandiosa. Al llegar nos encontramos, desde el Jin Mao, con un día cubierto por la humedad y la contaminación. Foto: PEDRO PRIETO

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A la hora prevista, una y cuarto de la tarde, el Jumbo se posa sobre la pista del aeropuerto de Shanghai, que visto desde la ventanilla nos parece inmenso, con una terminal alargada de tonos plateados a la que accedemos a través de uno de los muchos fingers que arrancan de ella. La distancia que separa el aeropuerto de la ciudad, unos 30 kilómetros, la salvamos a través de la autopista de cuatro carriles que discurre entre una vegetación muy bien cuidada. A la derecha, inesperadamente, vemos pasar como una bala al Maglev, tren de altísima velocidad, cuyas ruedas levitan sobre los raíles impulsado por campos magnéticos -de ahí el nombre, Maglev, «magnetic levitation»- que hace nuestro mismo recorrido pero en tan sólo 7 minutos.

Shanghai, que fue puerto de pescadores hace cinco mil años, y que en 1842, a través del tratado de Nanjing, que ponía punto final a la denominada Guerra del Opio entre chinos y británicos, se convertía en uno de los puertos más importantes de China abiertos al mercado exterior, desde hace 20 años, gracias a las reformas de tipo económico que llevó a cabo el gobierno de Xiaoping, permitió la entrada de inversiones extranjeras, que alcanzan su máximo apogeo a lo largo de la década de los 90.

A lo lejos, a la derecha, vamos descubriendo las altísimas torres que forman el Shanghai oeste, la ciudad nueva, la urbe de los negocios y de las inversiones. «Antes se solía decir -nos explicó el guía- que valía más tener una habitación en el Este que una casa en el Oeste; ahora es al revés. La gran ciudad se ha venido hacia esta parte del Huangpu, o Whangpoo, que es uno de los afluentes del Yang-tsê», río de aguas rojizas, surcado por grandes petroleros y cargueros, que atravesaremos un par de veces a través de otros tantos puentes.

Pedro Prieto (China)