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La vivienda se ha convertido en la segunda fuente de preocupación para los habitantes de estas Islas, que ven cómo la sencilla ambición de tener un techo sobre la cabeza es ahora mismo una aventura incierta que muchos no pueden ni plantearse. La llegada de un elevado número de inmigrantes que precisan viviendas de alquiler ha copado un mercado tradicionalmente escaso en el que los propietarios han aprovechado el aumento de la demanda para encarecer la oferta.

La reunión de la consellera Mabel Cabrer con la Mesa de la Vivienda arrojó algunas propuestas que podrían permitir el acceso a un hogar a ciertas familias en condiciones específicas. Sin embargo, el problema es de tal envergadura que seguramente una solución definitiva no se alcance nunca.

La idea, por ejemplo, del director general de Arquitectura y Vivienda, Antonio Llamas, de arrasar zonas enteras de plantas bajas para edificar bloques de pisos protegidos constituiría un alivio momentáneo, pero el precio a pagar sería destruir la idiosincrasia tradicional de nuestra arquitectura para sustituirla por una imagen anodina.

La propuesta estrella -solicitar subvenciones al Estado- vuelve a ser lo más fácil y lo menos práctico porque, a la postre, todo lo que el Estado subvenciona sale de un único lugar: nuestros bolsillos. Por eso no es una fórmula de la que deba abusarse, reservándose sólo a casos extremos. La respuesta a este enigma pasa por otros parámetros. Que la economía esté saneada, que haya un ritmo de creación de empleo imparable, que los contratos sean estables y que los salarios sean dignos. En esas circunstancias, la inmensa mayoría de los ciudadanos podrá acceder a una vivienda. Con cierto esfuerzo, claro, como ha sido siempre.